Por Pablo Iglesias Simón / @piglesiassimon

 

Carmelo Manresa, basándose en los recuerdos de su propia infancia en la alicantina localidad de Callosa de Segura, se sienta en uno de los bancos de la Plaza de La Bacalá para retratar el crisol de personajes singulares de una España ochentera que se retrata en la imaginaria ciudad de Villamil. A quienes nos criamos correteando por las calles de los barrios de grandes ciudades o en pequeños pueblos, esta novela gráfica, sin caer en el sentimentalismo facilón o en la melancolía de brocha gorda, nos retrotraerá automáticamente a esa época de los cines de barrio y los VHS de héroes imposibles de serie B, de kiosqueros, guardianes de tesoros en forma de chuches y de tiras gráficas, de espacios ajenos a los conceptos light o eco, con el humo y la grasa de serie, de tiendas de fotografía que revelaban las alegrías, los sueños y las desgracias de nuestros andares, de recreativos, donde veinticinco pesetas te tenían que dar para toda la tarde y en cuyos futbolines no valía hacer ruleta, ni meter con la guarra, de talleres de reparaciones, donde arreglar e inventar lo inimaginable, y de locos que nadie se planteaba atar. Manresa divide el cómic en capítulos que pivotan en torno a sujetos y lugares dispares, algunos de cuyos nombres ya dan testimonio de su peculiaridad: el Cine Haba, Manuel ‘el Pimo’, ‘La Cucu’, Ernesto ‘el Discoplay’, los recreativos de Paco ‘el Calvo’, Antoñico ‘el Chu’, Juanito ‘el del Garaje’ o Pepe ‘el Loco’. De esta forma, a través de fugaces miradas a peripecias inverosímiles y, por tanto, completamente reales, el autor nos invita a revisitar las pequeñas historias de nuestro pasado reciente.

 

En Estamos todas bien, Ana Peyas también rinde homenaje a lo que fue y, en este caso, a sus abuelas Maruja y Herminia o, en palabras de Martín Gaite, a “aquellas ejemplares Penélopes condenadas a coser, a callar y a esperar.” De este modo, con viñetas donde se respira esa admiración hacia las mujeres que renunciaron y renuncian a su propia vida por hacer la nuestra mejor, la autora coloca en primer término a quienes fueron condenadas a papeles de reparto. Así, dibuja un merecido tributo a una generación de mujeres que aún hoy sigue tejiendo la red de cuidados que nos sostiene, sin pedir nada a cambio.