El filósofo J. L. Austin, en su obra póstuma Cómo hacer cosas con palabras (1962) definía las palabras performativas como ‘realizativas’, es decir, que con su mera enunciación ejecutan el acto que designan. Ejemplos de palabras performativas son prometer, jurar, declarar, prohibir… En el fondo de la performatividad subyace un pacto social, por el cual un conjunto de personas reconoce la performatividad de dichas palabras, esto es, su validez para que tengan una consecuencia material en la vida común. En escénicas, la performatividad es consustancial al ‘performance art’: la propia acción compartida y normalmente ejecutada por primera y única vez es la sustancia misma de lo que se quiere comunicar, es una presentación, a diferencia del teatro, donde la representación consiste, justamente, en volver a presentar algo que ya ha sucedido, bien de manera real (documental) o convencional (ficción). El pacto de validez, la performatividad, consiste en que aceptamos que mediante la ejecución de la representación, lo que sucede en este momento, en ese lugar, sí está sucediendo por primera vez.

La totalidad del Estado de derecho es un acto performativo. Pero como bien sabemos todos los que alguna vez hemos analizado un texto dramático, las palabras están sujetas a interpretación. Por eso el Estado ha creado un sofisticado sistema de equilibrios para otorgar niveles de validación a determinadas palabras y a su interpretación. Las palabras no pueden significar todo lo que queramos: cada frase puede entenderse en varios sentidos, si queremos, pero no en cualquier sentido. Por eso es importante elegir bien las palabras con las que pactamos incidir en la vida material de la comunidad: para que haya una cantidad más o menos asequible de interpretaciones y, por tanto, la convivencia sea posible porque todos seguimos aceptando el pacto materializado en la palabra.

Solo desde el entendimiento profundo del principio de performatividad del Estado de derecho se puede entender la gravedad de lo que ha ocurrido al cierre de estas líneas (y previsiblemente seguirá ocurriendo en las próximas semanas) entre el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Seis magistrados del Tribunal Constitucional han hecho con las leyes lo mismo que un director de escena que quiere hablar de la explotación infantil en Hamlet: retorcer las palabras para interpretarlas en función de sus intereses. Es una osadía impensable hace apenas unos años, pero coherente con el general estado de ruptura del marco de convivencia que la extrema derecha ha normalizado. El marco de convivencia empieza por reconocer una realidad común designada por unas palabras acordadas: ellos han trabajado para que salte por los aires.

Sigo pensando, alarmada, que los profesionales de las artes escénicas deben asumir un rol muy distinto al que estamos adoptando como sector. El entendimiento profundo del Estado de Derecho, que funciona como una gran maquinaria performativa, y nuestra capacidad de identificar relato y espectacularidad en el mismo, debería otorgarnos una responsabilidad máxima a la hora de generar un contrapoder narrativo y performativo, más allá de censuras a artistas concretos. Pero el pastel es muy pequeño y hay que vivir… hasta que eliminen el presupuesto público, los espectadores dejen de venir y ya no haya pastel. Déjenme ser distópica, por favor. Feliz 2023.

 

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