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Antonio de la Torre estrena Un hombre de paso

“Las grandes tragedias son posibles porque la normalidad lo consiente”

 

La ‘normalización’ del mal y la tibieza ante la barbarie llevada a cabo por los nazis en los campos de exterminio, construyen la trama de Un hombre de paso, espectáculo de tintes periodísticos firmada por Felipe Vega e interpretada por Antonio de la Torre, María Morales y Juan Carlos Villanueva que llega a Naves del Español, del 3 al 20 de febrero.

El actor se pone nuevamente a las órdenes de Manuel Martín Cuenca, esta vez en teatro, para subir a escena esta reflexión sobre la inacción, el remordimiento y la culpa ante el horror del Holocausto.

 

 

Mirar hacia otro lado no es una opción

 

 

Por José Antonio Alba

Foto de portada: Belén Vargas

 

Conversar con Antonio de la Torre es, desde el mismo momento en el que descuelga el teléfono, tener la sensación de estar charlando con alguien cercano. Tiene la capacidad de convertir la entrevista en una charla donde hay hueco para hablar de conciliación, del ritmo de vida frenético que llevamos, bromear, jugar a sacar titulares, recomendar lecturas e incluso descubrir anécdotas como cuando le tocó sustituir a Roberto Álamo en un bolo de Urtain en Taiwán: “Ese día Urtain en vez de ser peso pesado, era peso Welter”, bromea. Y entremedias nos deja vislumbrar a un tipo con una sensibilidad muy especial, llena de reflexión y una visión sobre el oficio desprovista de grandilocuencia, negándose a diferenciar entre lo que hace en cine de lo que hace en el teatro.

 

Lo primero es preguntarte por el regreso a los escenarios, porque desde el año 2012 que hiciste Grooming, no has vuelto a hacer teatro…

Es curioso y se agradece la pregunta del regreso al teatro porque ya confiere como si yo tuviera un lugar. Cuando me dicen: “Has regresado”, yo pienso: “¡Menos mal que me han contratado!” (risas) No es que regrese al teatro, nunca dejé nada. Siempre estuve ahí para que se diera la circunstancia, supongo que no se dio y ya está, no hay ninguna razón en concreto. Si hago un repaso en estos diez años, ha habido ofertas, pero a lo mejor coincidían con otros proyectos y no cuadraban.

 

Repites con Manuel Martín Cuenca después de películas como Caníbal o El autor, por ejemplo, y por primera vez en teatro.

Es verdad que tengo mucha confianza en Manuel Martín Cuenca como director, es un director que busca mucho en lo personal, en lo esencial, en las cosas que verdaderamente te tocan a ti. Hace muchos años que nos conocemos, en mis primeros trabajos él estaba y todavía no era ni director.  Es una relación que traspasa lo laboral y eso me hace tener confianza. Ahí surgió un poco la idea. Con Esther Bravo, la productora, también habíamos hablado. Hace unos años intentamos levantar otro proyecto, pero no se dio. Los tres teníamos como una especie de idea de trabajar juntos y se fraguó.

 

Cayendo en el topicazo de poner etiquetas, Un hombre de paso es un espectáculo teatral que cuenta con un equipo muy cinematográfico, ¿eso cambia en algo la forma de hacer teatro?

A veces hay que etiquetar las cosas para poder entender el mundo. Es lo que apoya el relato, pero nunca he entendido demasiado el supuesto tránsito entre cine y teatro. Para mí lo de actores de cine, actores de teatro… aquí todo el mundo es actor. El que se pone ahí y lo hace, el que pone su verdad, es actor. Tengo un gran respeto por todo el que se planta ahí con vocación y con ganas, poniendo un trocito de su alma, de su esfuerzo, de su vida y de su tiempo. ¿Por qué no lo nombramos como lo mismo? Es mi manera de verlo. Hay códigos y maneras, es verdad que no es lo mismo cuando tienes una cámara delante o estás en un escenario, pero el cuerpo habla de manera inconsciente. Obviamente tienes que tener unos recursos, pero al final es algo intuitivo, es algo que te sale del alma. Es la necesidad de que le llegue al espectador que te está viendo en el teatro o en el cine, que esté contigo.

 

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Juan Carlos Villanueva, María Morales y Antonio de la Torre, intérpretes de Un hombre de paso. Foto de Belén Vargas.

 

Hablando de la interpretación, ¿desde dónde abordas tus personajes?

Es meterse en los vericuetos de lo teórico de esto tan indefinible que es lo que llamamos interpretar. Ahora estamos hablando del teatro, donde se parte de la premisa de que se te entienda en la última fila. Yo creo que se actúa con el alma, con la intuición, con las tripas, luego, evidentemente, según el personaje que hagas tiene una serie de cosas que tratas de componer, de lo externo, de las cosas que nos ha vivido. Manolo recurre mucho a una frase que dice: “¿Cómo sería Antonio de la Torre si fuera…?” Hay una cosa que se llama ‘la sustitución’ donde tienes que buscar y rebuscar. Ser actor te obliga a estar muy en contacto con tu vida, con lo que te pasa, tienes que identificarte porque si no estás igual de perdido que tu personaje. Pero no se puede contar lo que no se conoce y en ese sentido esa es la gran limitación del actor, con el tiempo la vas descubriendo, cuando empiezas tienes la fantasía de que puedes hacerlo todo, luego te das cuenta que solo puedes hacer lo que, de alguna manera, has sido capaz de vivir o de conocer. La vida es limitada y la interpretación también.

 

Esas expectativas no cumplidas que uno mismo se genera, ¿provocan bloqueos?

Sí, muchos. Tienes que aprender a aceptarte, por eso comparo tanto la vida con la interpretación, es un viaje. Lo bueno es que en teatro no te ves, ¡si no me deprimiría después de ver cada función! (Risas) Aprender a aceptar, eso te hace no sufrir tanto y a perder el miedo a equivocarte y a volar, que al final es la esencia del oficio, tienes que arriesgarte, contar y tratar de poner ahí tu alma para que a la gente le toque. Yo creo que al final abres tu alma a quien te va a ver, en un sentido simbólico. Es un poco como el mito de Platón y la cueva, la idea sería la interpretación perfecta y lo que tú haces, es la sombra. Tu intentas llegar a una cosa y te quedas en no sé qué que, por suerte en mi caso, a alguna gente le gusta o le llega y le toca. Luego, obviamente, a otra mucha gente no, claro. Así es la vida.

 

¿Cómo llevas el tema de las críticas?

Siempre he sido muy sensible a las críticas, siempre he tenido como mucha necesidad de gustar, de agradar, supongo que por eso me metí a ser actor, hay un componente ahí obviamente narcisista, pero con los años tienes que aprender a aceptar.

 

Es verdad que es muy curioso la percepción que tiene uno mismo de lo que hace a lo que al final acaba proyectando.

Decía Umberto Eco que “hay tantos libros como lectores”, y yo, parafraseándole, diría que “hay tantas funciones como espectadores”. A cada uno le llega y ve una cosa. Eso también es muy interesante, cada uno con su vivencia cómo le toca. Uno va a participar y a verse ahí, y eso es lo bonito del teatro, que es un suceso único. Por otro lado, es como en el cine, el hecho colectivo de estar en una sala, hay algo ahí de la búsqueda de la experiencia. Vas a sentir una experiencia en ese sentido, la parte activa del espectador es maravillosa. Lo que hacemos sería la nada sin espectadores. Nosotros ponemos un 5% y los espectadores el 95%.

La experiencia única que implica de concentración y de poso, incluyo el cine en esto. Pocas veces se tiene la oportunidad de vivir una experiencia tan poderosa… cuando se da.

 

 

¿Eres espectador asiduo de teatro? ¿Qué buscas cuando vas al teatro? ¿Qué te mueve para elegir lo que quieres ver?

Veo lo que puedo. Con las circunstancias y los niños, veo lo que puedo. Hay muchas cosas que me pierdo, pero intento ver cosas. El tema es lo que me mueve, quién la pueda dirigir, los actores, el tema. Pienso en Shock, ¡es que Andrés Lima es maravilloso! También tengo muchas ganas de ver Una noche sin luna de Juan Diego Botto. Cuando voy por ahí siempre intento ver algo, aunque ahora en pandemia es más complicado. Cuando he ido a Nueva York siempre he intentado ir a ver algo en Broadway, vi a Gandolfini que estaba haciendo Un dios salvaje, eso me lo llevo para mí. Pero te pones a pensar y es verdad que todo es un páramo de todo lo que no has visto. Ahora estoy un poco en eso, pensando en todo lo que me falta por ver y por leer. Es una cosa curiosa de cuando pasas los 50, pero bueno, también hay que reconciliarse con eso, con todas las cosas que no hiciste.

 

¿Qué es lo que plantea Un hombre de paso? ¿Qué es lo que cuenta y desde dónde?

Va de quien no quiere ver. De esos sucesos que captan tu atención y que suceden a tu alrededor en la vida, en los que deberías tomar partido, que te deberían conmover, que deberías hacer algo porque no ocurran y no haces nada.

Ojalá Un hombre de paso hiciera ver al espectador que las mayores tragedias pueden ocurrir precisamente porque no queremos ver. Al final es una tendencia normal de una sociedad acomodada como la nuestra. Queremos que todo vaya bien que, por otro lado, es lógico y es maravilloso, ese empeño de crear una sociedad del bienestar, de tranquilidad y de paz. Pero muchas veces ahí reside el peligro, cuando no quieres ver que el monstruo está ahí, dormido, pero está ahí, y que cuando se despierte te devorará.

 

Háblame de tu personaje, Maurice Rossell, ¿quién fue? ¿cómo lo definirías?

Es un personaje real, fue delegado de la Cruz Roja internacional en Berlín y se coló en Auschwitz. Luego hizo una visita, a otro gueto para judíos más adinerados, o eso quisieron hacerle creer los nazis, y él era el encargado de dar fe de que allí se daban unas condiciones más o menos decentes, dentro de la convención de Ginebra, para respetar las leyes que había en ese momento. Aquello pasa por su vida y, de alguna manera, su memoria necesita limpiarse. Es muy duro ir al infierno y no hacer nada para intentar hablar con Satanás y pedirle que deje de hacer el mal. La culpa y el remordimiento son muy difíciles de llevar.

 

Al comienzo de la función dice Primo Levy: “Últimamente veo un olvido generalizado nada inocente, y me inquieta”. Es una frase que asusta por su vigencia.

El propio Levy terminó suicidándose. El pobrecito mío, no pudo tolerar la culpa de haber sobrevivido, ya no de haber hecho el mal, ¡sino de haber sobrevivido! Después tienes a los torturadores que querían seguir viviendo. A mí me resultó perturbador un audio que escuché de José Bretón, que después de haber matado a sus hijos, habla con una antigua novia, y el tío quiere rehacer su vida, eso me resulta algo imposible, indescifrable. Ese es el lugar de la conciencia de mi personaje donde más tengo que hurgar, como uno lidia con ese conflicto. Una cosa chula de esta cosa de investigar es que hace como minimaster y es muy interesante porque te obliga a investigar.

 

Leer el texto me ha llevado a reflexionar sobre cómo nos come la duda pensando en si hemos hecho lo suficiente o no. Da la sensación de que este hombre es más una herramienta de blanqueamiento que un testigo y de eso también tenemos mucho ahora.

Hay muchos claroscuros en ese periodo, está bastante constatado que los aliados tenían conocimiento de la existencia de los campos, pero hay ahí una prioridad que parece un Perogrullo, pero en la guerra lo prioritario es la victoria por encima de las vidas. Esa es la locura de la guerra, ganar es lo prioritario y lo otro es el enemigo que hay que aniquilar. Eso es alucinante que seamos una especie que en lo colectivo hayamos conseguido unas cosas tan increíbles y que al mismo tiempo sea capaz de disociarse de esa manera. Somos la única especie que somos capaces de ver a miembros de nuestra propia especie como si no lo fueran, como si fueran en otra cosa.

 

Tú eres periodista y, casualmente, la función sucede en el transcurso de una entrevista, ¿qué sensaciones y qué conclusiones saca tu lado periodístico de lo que sucede en la función?

Que precisamente las grandes tragedias son posibles porque la normalidad lo consiente. La mayoría de la gente hace una cosa y eso lo convierte en normal. Hannah Arendt hablaba de esto en La banalidad del mal. La conclusión que saco es: “Cuidado con los valores que tenemos como sociedad porque, bajo una apariencia de convivencia y paz, pueden estar asentados perfectamente los cimientos del horror y la destrucción”. Tu piensa que en la historia de la humanidad hay guerras terribles, formas infinitas de matar, pero esa aniquilación sistemática del Holocausto, de millones de personas por el hecho de pertenecer a otra raza, cosificadas, tal cual, y clasificadas, es la mayor sofisticación del mal en la historia de la humanidad… cómo los convencían para que confiaran, les hacían pensar que iban a desempeñar tareas según sus profesiones y entraban en las cámaras de gas pensando que los iban a desinfectar y a limpiar. Que forma, desde el punto de vista del sádico, más tranquilizadora de asesinar. Es terrible porque tiene esta cosa de “Vamos a hacerlo, pero vamos a hacerlo bien”.

 

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