Tragicomedia contemporánea

 

 

Por Pilar Almansa/@PilarGAlmansa

 

Nuestra generación (y posiblemente la anterior y la posterior) se creía completamente a salvo de vivir una guerra en territorio propio. Nada de lo que había ocurrido en el s. XX nos hizo sospechar a los ciudadanos de a pie que, como siempre, los conflictos bélicos se fraguan mucho antes del primer disparo: la política exterior imperialista de Estados Unidos, que no solo no se detuvo tras la desaparición de la URSS y el Pacto de Varsovia, sino que se hizo mucho más agresiva tanto en pactos internacionales como en intervenciones militares (lo que antiguamente se llamaba ‘invasión’) debía de habernos puesto sobre alerta. Pero la propaganda fue mucho más rápida, y creímos que todo lo hacíamos ‘por su bien’, y que nunca nos afectaría.

Es de ingenuos presentar en el telediario la propaganda rusa en sus medios de comunicación y no sospechar ni levemente que nuestros informativos no están cumpliendo exactamente la misma función en nuestro territorio. Como siempre, la demonización personal es la mejor estrategia para difundir y hacer que cale un relato mucho más complejo: Pablo Iglesias es un macho alfa; Pedro Sánchez, un adicto al poder; Putin, un loco; Zelenski, un héroe. Volvemos al marco de un relato familiar, el de la Guerra Fría, por lo que a todo el mundo le resulta cómodo deslizar la maldad hacia los rusos, los hemos visto desempeñando ese papel en cienes de películas. He comprobado con estupor durante este verano cómo esta narrativa es definitivamente la que ha triunfado entre el grueso de la población. Nuestro cerebro está diseñado para que haya un protagonista y un antagonista, el audiovisual crea marcos de referencia con escalas de valores, y los propagandistas lo saben.

Entonces llegó el Vogue, con la pareja presidencial ucraniana en portada, y Zelenski apareció en los MTV Awards, y sus vídeos in situ empezaron a sofisticarse en cuanto a encuadre y calidad de imagen. Y aquellos que habían aceptado de buen grado la épica ucraniana, una vez establecido el marco, tragaron con la banalización de la contienda. Ya no hay nada que pueda moverles de ahí. La tragedia de Kiev pasó a ser tragicomedia en su relato, pero nadie pareció darse cuenta.

Por eso es tan importante que cuando transmitamos nuestros conocimientos de teatro, de dramaturgia, no nos centremos solo en el poder de la historia, sino que seamos capaces de comunicar por qué la historia funciona, cuáles son los resortes emocionales que mueve. Si el teatro es una herramienta política, en este momento tendría que sernos útil para estudiar a los protagonistas y antagonistas de nuestros medios de comunicación: puede que parezca tremendista, pero en esta tragicomedia es posible que nos estemos jugando la vida.

 

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