Mi padre sufrió de demencia senil los últimos años de su vida, además de sordera. Cuando iba a visitarle, el fin de semana consistía en ver la tele, de la cual él solo entendía los titulares escritos. Un sábado, en la pantalla de La Sexta Noche (antes de que completara su ‘tombolización’) aparecieron Ignacio Escolar a la izquierda y Francisco Marhuenda a la derecha. Sin yo preguntarle, mi padre afirmó de la nada: «Qué cara de tonto tiene ese». Le pregunté a quién se refería, y él señaló a Escolar. Intrigada por su afirmación (yo sabía que él no escuchaba lo que estaban diciendo, y que de haberlo hecho, ni sabría de lo que hablaban), le pregunté un: «¿Y de aquí quién es el más tonto?», cada vez que enfocaban a un nuevo tertuliano. Mi padre no fallaba una, daba igual la edad o el sexo: los de izquierdas eran todos, para él, los más tontos. Se me olvidó comentar: mi padre era de derechas, de los que van a votar como quien va a misa. Los resultados de este experimento casero me inquietaron, porque demostraban una cosa: que la ideología no tiene nada que ver con la razón, el bien común o ni siquiera el tono del discurso, sino que reside en un lugar anterior. Mi padre, en su senectud demente y sorda, sabía perfectamente quiénes eran de los suyos con solo mirarlos.

Desde entonces me planteo de dónde nace algo tan profundo e irrenunciable en las personas como la cosmovisión, esa imagen del mundo que nos empuja a concebirlo de una u otra forma y que, por ende, nos lleva a identificarnos con una ideología, posteriormente un partido y, si hay un mínimo de compromiso con la comunidad, a votar. El ‘experimento’ con mi padre me conducía a investigar sobre los códigos estéticos, pero últimamente he desarrollado otra hipótesis que me gustaría compartir aquí.

Vengo observando que podemos dividir a las personas en dos grandes tipos: las que se autodefinen por sus costumbres y las que lo hacen por su relato. Seguro que conocéis a ejemplos de ambas. Las primeras hablan de lo que suelen hacer: qué comen, qué películas ven, qué hacen tras cenar con su pareja… Las conversaciones con estas personas giran alrededor de la bondad o problemas que les generan sus hábitos. Frente a ellas, las personas que se autodefinen por su relato cuentan lo que les ha ocurrido: desde romperse una uña a ir a un concierto de Rosalía. Para las primeras, aparentemente, la vida consiste en ir perfeccionando el mismo cuadro. Para las segundas, en pintar cada día un cuadro nuevo. La sensación de progreso, por tanto, reside en lugares distintos: el mantenimiento de lo existente o la aparición de novedades, la optimización de la rutina o la construcción de una buena historia. En definitiva, entre conservar y cambiar.

¿Será en este lugar, preconsciente e íntimo, donde se construye la ideología? ¿Tomaremos desde aquí las decisiones que afectan a los asuntos de la polis? ¿Es posible que algo tan aparentemente desconectado de la política defina nuestro voto? Sería incapaz de afirmarlo categóricamente, pero si es así, quizá la izquierda se esté equivocando al poner todo su esfuerzo en demostrar una y otra vez las falacias y mentiras que la extrema derecha difunde sistemáticamente desde hace unos años, y cuyo subtexto único es «Nos quieren cambiar las costumbres». Quizá, y solo quizá, el esfuerzo de la izquierda debería dirigirse a cambiar una sola costumbre: la de que tantos ciudadanos elaboren su autopercepción como una repetición de hábitos que es necesario preservar y empiecen a entenderla como una sucesión de acontecimientos. Ahí es donde entran las artes. Ahí es donde entra el teatro.

 

 

Me resultó llamativo que en mi intervención en el Congreso de los Diputados resonase en tantas personas la reivindicación de la cultura amateur como la base sobre la que sustentar un cambio de paradigma económico. No creo que hacer cultura te haga necesariamente mejor persona, más tolerante o más justo, pero sí creo que incide en importante: la vivencia en primera persona de las artes fomenta la autopercepción de uno mismo como sujeto narrativo. Parafraseando a Augusto Boal, hacer historias en la ficción es un ensayo para hacer historias en la vida real.

No hay recetas mágicas para frenar el aterrador giro hacia la extrema derecha de nuestra sociedad, pero sí es necesario que cada uno asuma su parte de responsabilidad, analizando y buscando cómo hacerlo desde su parcela. La parte de la izquierda que tiene acceso a la implementación de políticas públicas debe hacerse cargo de que su papel, contrariamente a lo que quieren hacernos creer, puede ser determinante a largo plazo. Esperemos que lo haga, por el bien de las costumbres de todos.

 

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