Para quien no se haya enterado, se han reeditado las obras juveniles completas de Roald Dahl revisadas por la editorial y sus herederos, modificando personajes y lenguaje para no herir sensibilidades contemporáneas. El ‘hype’ con el que se ha recibido la noticia por parte de ‘los dos bandos’ es sintomático de nuestra época: para unos, quien quiere preservar la obra original intocable es poco menos que facha o tránsfobo, y para otros, quien quiere tocarla es poco menos que un ignorante adanista. Y la imaginación se dispara ¿Hacemos que la Novia de Bodas de sangre tenga un trabajo para que no sea solo un rol? ¿Debería Laureaniño, el niño hidrocéfalo de Divinas palabras, no ser explotado por ferias y romerías? Antes de que lleguemos a que Medea solo les da a sus hijos un tranquilizante, quizá debamos pensar qué hay detrás de este fenómeno.

Según el lingüista Roman Jakobson, todo acto comunicativo está constituido por seis elementos: emisor, receptor, canal, mensaje, código y contexto. El paradigma comunicativo dominante, el audiovisual (tanto en ficción como en actualidad, tanto en televisión como en ordenador y móvil), por su propia naturaleza implica que el canal acaba siendo el elemento fundamental de la comunicación. Esto es: la economía de la atención deriva el sentido de la comunicación a la permanencia en el canal, independientemente del mensaje que se esté transmitiendo. El ‘scrolling’ es la función fática de las redes sociales: no es importante qué vídeo se ve, o qué post se lee, sino mantenerse conectado a la propia red. Esta dinámica comunicativa prioriza el mensaje corto y, por tanto, con poca posibilidad de contextualizar. Esto tiene como consecuencia que el emisor escribe pensando en su contexto, y el receptor lee pensando en el suyo.

La historia del arte y la literatura no son mensajes artísticos que puedan sustraerse al contexto en el que fueron concebidos. Son un reflejo de los valores dominantes de su sociedad. Pero en nuestra contemporaneidad, dominada por un patrón comunicativo que tiende a la acontextualidad, no es de extrañar que parezca un salto la decodificación de la obra artística en su contexto. Desde ahí, quizá hasta tenga sentido la modificación de la literatura infantil y juvenil de Dahl, dado el público al que va dirigida.

Sin embargo, la pregunta no es si resulta conveniente modificar un mensaje artístico para adecuarlo a la sensibilidad de determinada contemporaneidad: eso ha ocurrido siempre (que se lo digan a la Mezquita Catedral). La verdadera pregunta es a dónde nos conduce la agonía del contexto en la comunicación pública. Porque, como señalaba Jakobson, es un factor esencial para que la comunicación sea posible. En este sentido, hacer teatro es, quizá, el mejor ejercicio que puede realizarse para aprender a construir un contexto común. El trabajo de mesa y los ensayos no son sino un camino para que todos los integrantes, sobre todos los actores, compartan el contexto de la obra. Si queremos reconducir la dinámica de la comunicación pública, quizá sería conveniente extender la práctica del teatro a todos los ciudadanos: a lo mejor es la única forma de salvar el contexto.

 

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