En los últimos años han proliferado las creaciones teatrales que tratan de reconstruir la memoria y la historia de los individuos y espacios. Hoy nos centraremos en tres de las últimas obras de este tipo de teatro documental que se han estrenado en la capital: Conservando memoria (Izaskun Fernández y Julián Sáenz-López), La melancolía del turista (Shaday Larios y Jomi Oligor) y M.A.R (Andrea Díaz Reboredo).

 

Una mirada hacia los relatos jamás contados

 

Por Marta Santiago Romero

 

Una de las mayores preguntas que se han tratado de responder a la largo de la historia gira en torno al propio individuo: ¿Quién soy? ¿Quién es yo? ¿Soy mis pensamientos? ¿Soy mis circunstancias? Han sido muchas las respuestas que se han dado, pero para el tema que nos atañe recogeremos la que dio Jorge Luis Borges: «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos».
Me gusta hablar de la memoria no solo como un elemento formado por mis propias vivencias, sino como pequeños trozos de experiencias de las personas que me rodean: el recuerdo de mis antepasados, de la sociedad que me rodea y que habita en los espacios que frecuento. Creo encarecidamente que los seres humanos se reflejan en espejos quebrados por el paso del tiempo. Alguien una vez me dijo: «La mayor trampa de la memoria es el olvido» y entonces me paré a reflexionar sobre ello y me di cuenta de que si algo no se cuenta, nunca habrá existido. Reparé en la muerte, que se lleva la vida y biografías de cientos de personas a lo largo de los días. Tantos relatos jamás contados, omitidos, inexistentes.

 

Retazos de memoria en el teatro

La muerte parece hacerse más visible cuando una pandemia azota al mundo y se lleva por delante la vida de cientos de personas. Parece que es entonces cuando más notamos la ausencia y, si nos paramos a pensar sobre ello, nos damos cuenta de cada una de esas personas se ha llevado consigo una historia. Estamos hablando de millones de testimonios perdidos. Sin embargo, lejos de descubrir algo nuevo con esta realidad, los humanos siempre hemos cometido el mismo error: no hemos escuchado a los otros porque nunca nos hemos preguntado qué vivencias hay detrás de cada persona. Estamos acostumbrados a entender el relato del mundo desde el punto de vista de las altas esferas, esas leyendas de guerra y revoluciones cuyos protagonistas son héroes o villanos que se juegan la vida en favor de sus creencias; esas que nos hablan del amor pero no de las distintas maneras de mirarlo y de vivirlo. Pero, ¿qué pasa con las personas normales con vidas ordinarias? ¿Qué pasa con esos lugares en los que no sucedieron las grandes historias? ¿Qué hay del pasado en nuestro presente? Un ayer y un hoy que, innegablemente, está conformado por todas las personas que lo viven y lo vivieron.

Esta práctica de reconstrucción de vidas de individuos anónimos se ha ido haciendo habitual en un tipo de teatro que es testimonial y documental. Algunos autores como Lucía Miranda (Perdidos en Nunca Jamás), Ignacio Amestoy (Dionisio Ridruejo), Pilar Almansa (Mauthausen. La voz de mi abuelo), Julio Provencio (Justo antes del aleteo) o Adela Bravo (Mis manos. Las de mi madre), entre otros muchos ejemplos que podrían darse, han salido a las calles y plazas para observar al individuo social; han hablado con sus más allegados, han investigado sobre sus vidas. Descubriendo con todas sus creaciones que aquello que consideraban ‘íntimo’ es más universal de lo que pensaban y demostrando que hay un reflejo de nosotros en todos los demás. Algunas de estas obras tienen como objeto de estudio la sociedad en un momento determinado y se alejan del relato impuesto por las instituciones públicas, adjudicando un sentido político a la narrativa. En este tipo de teatro se trata de dar voz a quien no la tiene con un trasfondo específico: la idea de que los personajes que aparecen (o aparecerán) en los libros, tiene una historia; el resto, tiene memoria, que es fundamental para comprender nuestro presente.

Aun con similitudes, las tres obras que nos ocupan hoy, son categorizadas como ‘teatro de objetos’, donde el centro de su narrativa no se encuentra en la persona que está en el escenario, sino en los elementos que conforman la puesta en escena. Y, con todo ello, se construyen a sí mismas como un ejercicio de enfrentamiento al olvido y al tiempo. Con este puzzle de piezas, las tres tratan de reconstruir el pasado desde tres ámbitos diferentes: el individuo, los espacios y la familia.

 

Conservando memoria: ¿a qué saben las raíces?

Izaskun Fernández y Julián Sáenz-López siempre habían querido realizar una obra en la que los elementos memorialísticos tuvieran un papel determinante; y convertir este proyecto, como Izaskun dice emocionada, en «un canto a la vida, un intento de saber decir adiós. Porque también se habla de la muerte». Conservando memoria trata de erigirse como un homenaje a todos los abuelos y abuelas, que indudablemente son una generación especialmente castigada. Sin embargo, si algo podemos destacar de esta creación es la capacidad que tiene de hacer que todo aquel que la ve recuerde a sus seres queridos, viendo en ella el reflejo de su pasado y presente. En este punto, podríamos catalogar a la obra como ‘pandémica’, siempre sujetándonos al sentido etimológico de lo pandémico como aquello que es común y colectivo.

 

 

Cuando comenzaron el proceso de creación, tenían claro que querían que la obra se compusiera con dos elementos fundamentales: los recuerdos y las latas de conserva. La conservación de la esencia de las personas en botes dio nombre a la obra y lugar a la escenografía que podemos observar en el escenario: una mesa y una estantería desnudas y neutras que tienen incorporados focos o lámparas (consiguiendo un ambiente hogareño), sobre las que podemos encontrar distintos botes de conserva y materiales ligados al mundo de la comida (pimentón, azúcar, almíbar, sal…). Detrás de la mesa, Izaskun, que se presenta como tal, sentada en un taburete ilustra las vidas de sus abuelos construyendo un árbol genealógico con los recipientes, que tienen fotografías dentro: cada uno de los recipientes es un abuelo/a, bisabuelo/a o tatarabuelo/a. Así ejecuta una especie de juego donde sus familiares están en escena. Para mantener el tono poético de la obra, decidieron hablar de la muerte con una metáfora visual muy potente: los botes se vacían (como si su interior fuera el alma misma) y desaparecen del escenario dejando huecos irremplazables.

Durante la función, Izaskun conversa con los botes, a veces les pone voz intentando imitar la voz real: «Es muy sencillo y complejo a la vez. Me da vértigo esta idea, estoy completamente expuesta, hablando con el espectador», nos dice la actriz con convencimiento. Sin embargo, el proyecto no tuvo un comienzo fácil e hizo dudar en muchas ocasiones a la actriz sobre lo que iba a llevar a escena: «Buceaba buscando cosas interesantes, les hacía preguntas que no eran duras, no todo iba a ser hablar de guerras, en la vida hay alegrías. Pero cuando terminé le dije a Julián: «no hay nada extraordinario en mi familia». El director vio en esa ausencia de lo extraordinario un buen tema sobre lo que crear y, desde lo humanamente corriente, comenzaron a trabajar con una narrativa cuyo eje era una pregunta: «¿Cómo se dice adiós a las personas que quieres?».

Conservando memoria llegará al Teatro María Guerrero entre los días 18 de diciembre y 10 de enero. Una vez más, la productora El Patio acercará a los espectadores una historia que nace de la emoción de lo cotidiano, que brota, nos rodea y nos importa. Con las mismas dudas, las mismas ganas y la pasión intacta, los creadores se han propuesto remover los sentimientos de los asistentes y no dejarán indiferente a nadie.

 

La melancolía del turista: la memoria habita en los espacios

La melancolía del turista (creada e interpretada por Shaday Larios y Jomi Oligor) se presenta a sí misma como «una galería de espejismos de lo que queda detrás de la intensidad de un paisaje sublimado que ya no existe o que nunca existió, de un cuerpo que se difumina en el tiempo y que revive solo a través de residuos de la memoria». Este teatro de objetos documentales refleja una manera de mirar el mundo muy ligada al modo de trabajar de Shaday Larios (fundadora de Microscopía Teatro, originada en México) cuando prepara una investigación teórica. En este caso, el equipo viajó a varios lugares de Latino América que, de alguna manera, son considerados importantes en el imaginario turístico del mundo y actualmente, por diversas razones, se encuentran en decadencia. Este proyecto formó parte del Festival de Otoño, del Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz y de Temporada Alta; y también se ha podido disfrutar durante los días 12 y 22 de noviembre en las Naves del Español. Teniendo en cuenta su largo recorrido, no se descarta que regrese a los escenarios el año que viene, aunque es algo que aún no se puede confirmar.

 

Para poder llevar a cabo este proyecto, se escogieron dos historias de vida de dos personas que trabajan para el turismo, tomando como objetos principales los souvenirs que se compran en los viajes y la materialidad que los rodea. Así comienzan a construir una narrativa que plantea un cuestionamiento acerca de lo que pasa con ese imaginario que queda suspendiendo en que lo que fue y lo que es, lo que permanece de los recuerdos de un viaje después de que ocurra: «Mucha de esa memoria es construida por parafernalia turística y mucho más ahora que siempre estamos documentando la realidad. Por eso se llama así la obra», confirma Shaday Larios cuando le pregunto sobre el verdadero sentido del montaje. La creadora encuentra en el silencio su necesidad de crear este tipo de proyectos, porque el Estado nunca otorga espacios para dignificar testimonios. Nunca se nos ha enseñado a hacer memoria, y eso es un valor humano extraordinario, escapa del relato oficializado.

Toda esta reflexión se vuelca en un espacio íntimo, una especie de cine pequeño construido con un corazón analógico (un ensamblaje de dispositivos para mirar). Todo ello colocado en una mesa que, como explica Shaday, fue muy complicada de crear porque está llena de motores diversos, juegos y trucos para crear una ‘galería de espejismos’. En este escenario, el espectador no tiene una participación activa, pero sí recibe diferentes mensajes y tienen intimidad para observar. Se crea una cercanía muy evidente en el teatro de objetos: el visitante entra, los manipula, mientras que los actores( con su presencia) ponen voz a todas esas vivencias entrando y saliendo del escenario. Enarbolan con todo ello un montaje complejo, una maquinaria difícil, que apunta constantemente a una pregunta: ¿qué está pasando en el presente a partir de lo que yo recuerdo?

 

M.A.R: un paisaje llamado tiempo

Andrea Díaz Reboredo ha llevado a los escenarios M.A.R, la historia de una casa con más de cien años de vida familiar, social, económica y política; y, al mismo tiempo, «un paisaje en transformación». Visto en Madrid tanto en La Abadía como en el Fernán Gómez o Espacio Abierto, este proyecto nos sirve como último ejemplo de montajes de teatro objetual que este año se han desarrollado para luchar contra el olvido. Es el último de los ejemplos que vamos a otorgar de teatro objetual que este año se han desarrollado para luchar contra el olvido. Como es evidente, en el escenario se observan elementos de la propia casa pero, como nos explica Andrea, «aunque los objetos hayan sido el trabajo central, también ha habido otros materiales importantes, dramatúrgicamente hablando, como han sido los relatos reales y ficcionados sobre la casa, las voces de sus inquilinos, las fotografías e imágenes». Al querer situar toda la narrativa en torno a una casa de un siglo de antigüedad, la obra se convierte es un retrato de diferentes sociedades en momentos concretos históricos, lo que aporta mayor profundidad al discurso. Pero, además de todo esto, también hay una esfera muy íntima en este tipo de creaciones, hay cierta búsqueda de una identidad. En estas prácticas, en que partimos desde nuestros antepasados y llegamos a nuestro presente, muchas veces encontramos respuestas a las incógnitas sobre nosotros mismos. Es aquí donde me gustaría aportar un concepto acuñado por el filósofo Bert Hellinger: las constelaciones familiares. Este método afirma que todos los seres humanos adquirimos inconscientemente patrones y estructuras de nuestros antepasados, una especie de ‘deuda intrageneracional’. Explicado de otra forma: nuestra identidad, nuestra personalidad y nuestros comportamientos vienen marcados de alguna forma por nuestro árbol genealógico. Razón por la que todas las familias podrían encontrar en su seno grupos de miembros que se relacionan por sus caracteres: la dureza, la sensibilidad, la determinación, la inteligencia…

 

 

Si volvemos al caso concreto de M.A.R, su proceso de creación fue largo y orgánico, por lo que la dramaturga nunca se impuso fechas para estrenarla: necesitaba un ritmo diferente, donde la escucha y la paciencia tuvieran un papel importante. Ella apunta directamente a Xavier Bobés como el causante de haber afrontado la creación de dicho proyecto desde un punto de vista muy diferente: «Hemos depositado mucho tiempo en improvisar con los objetos, él lo llama viajes, que son, en esencia, improvisaciones largas a la deriva». Tuvo mucha importancia el público desde el principio, por lo que hacían ensayos abiertos y les preguntaban sus opiniones para, después, encontrar la mejor manera de contar esta historia individual y acercarla lo más posible a un público diferente y heterogéneo. Cuando le preguntamos la razón fundamental por la que crear un espectáculo como este, ella se remite a Alfredo Sanzol (actual director del Centro Dramático Nacional) que dijo en una de sus entrevistas: «las neuronas con que recordamos son las mismas que utilizamos al imaginar2. Dicho de otra forma, el director estaba afirmando que cuando imaginamos siempre hacemos uso de los recuerdos que tenemos y en el propio acto de recordar, estamos inventando. Andrea afirma emocionada que, para ella, la memoria construye su propia obra: «Me da esperanza y convicción para seguir creyendo en la imaginación como motor de cambio y en la historia como registro vivo para afrontar lo que vendrá, desde la cultura popular transmitida entre generaciones, a aquello que no queremos repetir».

 

Las narrativas, reflexiones y críticas de este tipo de teatro, sin duda, contribuirán a hacernos más fácil tomar decisiones de cara al futuro y nos permite aferramos con ansias a la esperanza de pensar que tomaremos la opción correcta. Estamos en un momento de cambio y tenemos que prepararnos para lo que pueda venir. Una de las entrevistadas nos remitía a una cita de Eugenio Barba: «… Es tiempo de quedarse en silencio, dejar que la gestión prepare el futuro, que exigirá de toda nuestra aprudencia, como Lorca llamaba, el grano de locura del poeta…». Para todos estos creadores/as, este «quedarse en silencio» significa buscar dentro de ellos mismos y en las historias de muchas personas anónimas para encontrar sus propias respuestas al mundo y a las situaciones que les rodean.