Continuando con esta sección en la que son los propios creadores los que nos cuentan en primera persona sobre los trabajos que estrenan en nuestra cartelera, os ofrecemos los extractos de tres cartas al elenco que Ana Vallés, alma de Matarile Teatro, escribió durante el proceso de ensayos de INLOCA, que ella escribe y dirige. Una propuesta en coproducción con el CDN que podremos ver en el Teatro María Guerrero del 21 de enero al 6 de febrero y que supone la segunda parte de la Trilogía de la fragilidad a la que pertenece El diablo en la playa que recientemente pudimos ver también en Madrid.

Experimentar con los límites y el caos

 

Por Ana Vallés

 

Primera carta

INLOCA, una aproximación.

Esta temporada nuestros sentidos se han ido acomodando a otros marcos, como quien cambia de gafas y pierde los contornos.

Hemos estado hibernando pero algo se agita. Seguimos practicando el cogitare: il significato originale de cogitare è agitare insieme. Agitar juntos.

Descartemos el cogito en primera persona del singular y usemos el plural, cogitamus. Un plural que indica una posibilidad de agitación conjunta en el presente. Pero también un plural que reconoce que uno nunca piensa solo, uno piensa con todos los que pensaron antes, con sus herramientas. Uno no piensa, está pensando con otros. Y aparece el gerundio: cogitandi, agitando, ni pasado ni futuro, sin tiempos. Un continuo pensar.

Dice Imre Kertész en El espectador: “para mí, la verdadera originalidad no reside en la creación de formas, sino a lo sumo en la originalidad de la voz, de la risa”.

Siento pasión por esa voz y esa risa que, si se dan las condiciones adecuadas (siempre cambiantes, nunca conocidas), a veces surgen en el teatro. La voz y la risa de Kertész son el desarreglo de los sentidos del que hablaba Rimbaud en las Cartas del vidente, son lo inefable para Steiner, donde las palabras no llegan.

Buscamos experiencias porque siempre son perturbadoras. Buscamos experimentar lo que desconocemos, atravesar la realidad, saltarnos la jodida lógica, evitar las precauciones e instrucciones del lenguaje.

La experiencia en sí, como el teatro, dura lo que dura el momento. Repetir una experiencia es un anhelo vano, sin sentido. Podríamos decir que toda experiencia es tantálica: la tentación sin satisfacción, el deseo inalcanzable. Cuando alargas la mano, cuando te acercas, lo deseado se aleja. El deseo sin límites (nunca llegamos, son inalcanzables).

Tántalo, cómo no, se atrevió a desafiar a los dioses, como se atrevió la mujer de Lot al echar la vista atrás. Bueno, pues no miraremos atrás!

Cuando empecé a tener ciertos resultados (o eso creía), tenía una fe incuestionable en la experiencia. Una vez que aprendí que la experiencia no sirve para nada, la fui dejando de lado. Y fue pasando a primer plano la percepción, para lo que no necesitamos ninguna aportación científica, ninguna prueba, ninguna evidencia.

Intentando aprender a percibir la relación entre presencia, aparición y apariencia, me instalo en el presente de la zanahoria y quiero observar todo tan cerca, tan lejos que no se me escape ningún detalle.

 

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Imagen de los ensayos de Inloca de Matarile Teatro.

Segunda carta

En el café de Steiner, los estrategas; este podría ser otro subtítulo. (1)

Y nosotros aquí, en esta cámara escénica: un lugar elegido para lo que se escapa, para lo que vive, con paciencia y a veces con premura, sin ganas de salir.

Podemos plantear una interpretación de las partes y usos de un teatro a la italiana (glorias, foso, estradas, telar, corbata), relacionándolo con la cámara de las maravillas,  wunderkammer: el afán de coleccionista de trofeos, el afán de ordenar el caos de la naturaleza, el paisaje ordenado del que también habla Steiner. Unha paisaxe axardinada, verdad, Nurieta?.

Pero he divagado, me he perdido por el bosque buscando a Claudia, en los preámbulos. Volvamos a nuestra cámara escénica.

Qué mejor marco para sentar a la vieja Europa que el María Guerrero: barrera entre actores y público, lugares para las distintas clases sociales, “butacas atornilladas al suelo para que el espectador no pueda moverse, separado de los otros cuerpos con los reposabrazos, escuchando en silencio el sermón que les llega del escenario; unos que hacen, los actores, y otros que escuchan, los espectadores. Con las luces apagadas para aislarlos”. (2)

Y en este escenario teatral, como si de un gran retablo se tratara, una figura central en cada escena: estar situado en el centro, esa característica tan propia de los europeos.

Las wunderkamer medievales fueron evolucionando hacia lo que hoy son los museos. Pero así como siento una aversión visceral hacia los museos, los contenedores de lo muerto, debo decir que siento pasión por los teatros, donde todo puede suceder, esas maquinarias que propician lo vivo. Los dos son inventos europeos.

No hay nada más excitante, más sensacional, como llegar a un teatro vacío, cuando todavía nada se intuye y las evidencias, incuestionables, se convierten en posibilidades. Veo el escenario, generalmente mal iluminado; de entrada es sólo un edificio vacío, con ecos, polvo y líneas de fuga.

Siento siempre algo de rechazo en ese vaciamiento, como si el espacio fuera un ser vivo, un gato que te acaba de conocer y hubiera que esperar pacientemente a ganarse el regalo de una caricia o un ronroneo.

Normalmente los teatros, al llegar, tienen las manos frías.

Y huesos, muchos huesos (los huesos son ateos, como dice Alfredo)

Nuestro primer lugar de encuentro no será un teatro a la italiana, será un plató. Sucederá en otoño, una estación propicia, según Gavilán:

«Otras estaciones quizás no, pero el otoño tiene corazón. No en el sentido de la biología, pero sí como lo entendían los romanos: el lugar donde se encuentra el espíritu. De ahí viene recordar, es decir, volver a pasar una huella del pasado, una imagen, un olor, una melodía por el corazón (cor, en latín). »

 

En palabras de... Ana Vallés en Madrid
Ana Vallés en un momento de los ensayos de Inloca de Matarile Teatro.

Tercera carta

Neti neti: ni esto ni aquello.

Por lo demás, seguimos con el tema: uno se enamora de un fantasma. Así que brindemos, cómo no, por el ausente, por todos los fantasmas que nos hacen vivir.

Pero no nos engañemos, tanto vosotros (los que conozco o creo conocer) como yo, somos fundamentalmente (patéticamente) emocionales y no podemos contentarnos con los fantasmas del arte que, por supuesto, nos reconfortan y nos acompañan con sus huellas.

Necesitamos tocar. Y ser tocados, física y metafóricamente…touché! Nuestro pobre cuerpo, con su alma, corazón o como queráis llamarlo, necesita que lo quieran, todo se limita a eso. Qué fragilidad.

Impregnamos todo con nuestro tacto, conscientemente. Porque a diferencia de la vista, el oído, el olfato y el gusto, que podríamos decir que son involuntarios, el tacto es un sentido con voluntad. Lo que decido tocar lo hago mío, lo entraño.

Pero hay un componente cultural que nos alerta o nos pone en guardia ante lo usado, lo manoseado, lo sucio. Tanizaki, en El elogio de la sombra, habla del brillo producido por la suciedad de las manos, los efectos del tiempo: los chinos utilizan la expresión el lustre de la mano, los japoneses hablan de el desgaste como un ingrediente de lo bello.

Europa, como el teatro, es un hueco que se ha llenado de todo, un hueco para el almacenamiento de arte, de ruinas, de archivos, títulos… almacenamiento en general.

Pero el lustre de las manos no existe en la cultura de usar y tirar. No establecemos lazos afectivos con los objetos, no nos apegamos. Por un lado montañas de objetos limpios, brillantes y minuciosamente clasificados y, por otro lado, montañas y montañas de basura. No-cosas.

1- George Steiner, La idea de Europa
2- Ana Contreras, Antes de la metralla

 

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