Por Álvaro Vicente / @AlvaroMajer

Foto: Un niño

 

Hace muchos, muchos años, había un emperador tan aficionado a los trajes contemporáneos, que gastaba todos sus presupuestos en vestir a la última.

Solo iba a la guerra o a las fiestas si era para lucir sus contemporáneas adquisiciones.

Tenía un traje para las 11h30, otro para las 18h, otro para las 20h y otro para las 22h.

Pasaba más tiempo en el vestidor que en el trono.

Se jactaba de conocer a todos los diseñadores del mundo, hasta que un día se presentaron unos tipos extraños diciendo que tenían lo más de lo más contemporáneo que jamás se había visto.

Lo que ellos creaban poseía la milagrosa virtud de ser invisible a toda persona no apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

El emperador se dijo: “con estos trajes podré saber qué funcionarios del reino son unos ineptos, podré distinguir a los inteligentes de los gilipollas”.

Y encargó el traje contemporáneo definitivo, pagando por adelantado una suma considerable.

Con ese dinero, aquellos extraños diseñadores contemporáneos hicieron unas residencias de creación contemporánea en algunas salas inutilizadas del palacio.

De vez en cuando, el emperador enviaba a alguno de sus esbirros para que viera lo que se estaba cociendo, y aunque los esbirros no entendían nada, elevaban informes muy favorables a su jefe, diciendo que aquello tenía un pintón, que iba a ser la hostia bendita.

El emperador se mordía las uñas, se subía y se bajaba los calcetines todo el rato, nervioso y ansioso por ver el resultado final.

Consiguió ser paciente, aunque un día no pudo resistir la tentación y se asomó a ver cómo se desarrollaba la residencia.

Lo que vio le pareció un poco pobre: “¿seré un gilipollas?”, se dijo, “si es así, nadie debe saberlo”.

Y así llegó el momento de estrenar el nuevo traje contemporáneo del emperador.

Entre el público atónito del festival contemporáneo en el que el emperador estrenó el traje, cuando todos disimulaban diciendo que aquello era una obra de arte, un niño se levantó y gritó, rabioso, señalando al emperador:

“¡eso es una puta mierda!”