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Ramon Paso

Dirección escénica. Capítulo 5: Ramón Paso

«El autor de la obra es el principio, las fuentes del Nilo. El director es el punto de vista»

 

 

Hoy hablamos con este director de escena y dramaturgo que es uno de los afortunados que ha vuelto a vivir ‘la tensión del directo’ sobre un escenario. En esta época convulsa y complicada acaba de estrenar Sueños de un seductor, el conocido texto de Woody Allen, en el Teatro Lara.

 

Es nieto del dramaturgo Alfonso Paso, bisnieto del escritor Enrique Jardiel Poncela e hijo de Paloma Paso Jardiel. Cuenta a sus espaldas con más de una treintena de montajes teatrales, ya sea como dramaturgo, director de escena o en ambas funciones y en esta extensa entrevista que nos ha concedido amablemente nos cuenta una pequeña parte de todos los secretos de las Artes Escénicas que ha ido aprendiendo desde bien pequeño gracias a su enorme herencia familiar. Y por supuesto nos explica, a su modo de ver y de vivir, en que consiste para el oficio de dirigir.

 

 

Por Sergio Díaz

Foto: Lara María Jordán

 

 

¿Con tu herencia familiar era inevitable que te dedicaras a las Artes Escénicas o hubo otras opciones?

Pues, en realidad, mi primera opción, durante mucho tiempo, fue ser veterinario. Después pensé en estudiar Psicología. Y mientras hacía todos esos planes, iba escribiendo. Al final, me di cuenta de que ésa era mi profesión: contar historias. Al principio las contaba en papel y, con el tiempo, empecé a contarlas también en tres dimensiones. Independientemente de esas cosas, claro, yo me pasé la infancia en camerinos y entre cajas. Mi infancia y adolescencia fueron artística por cercanía a mi madre, Paloma Paso Jardiel.

 

 

Y en el mundo escénico ¿Qué fue primero, tu inquietud por escribir o por dirigir? ¿o ambas van de la mano para ti?

La escritura. Siempre viene primero. Al fin y al cabo, en el hecho teatral, el único elemento preexistente es la escritura. Todo lo demás parte de ella. Mis primeras direcciones fueron con veinte años en cortometrajes. Esos cortos eran un coñazo, pero aprendí a crear una relación entre lo escrito y la interpretación. Luego, hay una curiosidad sobre el concepto ‘dirección’ que aparece en la escritura: la acotación. Yo creo que los autores que somos directores, tendemos, al principio, a acotar en exceso. En el fondo, es un indicio de que estás dirigiendo tu obra dentro de tu cabeza. De ahí a que un día te atrevas a hacerlo con personas es cuestión de tiempo, valor y oportunidad.

 

 

¿Y cómo nace en ti la idea de ser director? ¿Cuándo te viste en ese papel?

En realidad, empezó con mucha naturalidad. Lo hice casi sin darme cuenta. En audiovisual, quería hacer un corto, nadie quería dirigirlo y lo hice yo. En teatro fue similar. Y verme en el papel… creo que a día de hoy me cuesta verme en el papel de director. Yo no sé bien lo que hago cuando dirijo. Simplemente me siento y escucho lo que pasa en la escena. Y tengo la suerte de que se me ocurren cosas, detalles… después lo comento y a veces funciona y a veces, no. Dirigir, como escribir, al final es una cuestión de oído y ritmo.

 

 

A nivel creativo, ¿Qué te aporta la dirección?

Independencia. Para mí hay tres fórmulas de trabajo. La primera es cuando dirijo mis propios textos. Ahí es muy importante olvidarte de que lo has escrito tú. Llego a la sala de ensayos sin saber nada y veo cómo los actores me van explicando lo que yo había escrito. Comprendo significados nuevos en las palabras y las situaciones, y las abordo desde un punto muy diferente a cómo me las imaginaba en el ordenador. La segunda fórmula es cuando otro director dirige una de mis obras. Entonces, a mí lo que me gusta es dejarle absoluta libertad y apenas asistir a los ensayos. Luego me llevo la sorpresa. A veces agradables y otras, desagradables, pero siempre es ver una cosa que sientes tuya desde un prisma nuevo. Se aprende mucho. Y la tercera fórmula es cuando yo abordo un texto de otro autor. Creo que eso es lo que más me divierte, últimamente. Normalmente elijo obras que no me gusta cómo se han montado. No digo que los montajes precedentes fueran malos. Sólo digo que a mí no me llegaban. Y, entonces, me vuelvo muy loco. Me impregno del estilo del autor. Hasta tal punto que cuando hago cambios, los hago en su estilo exacto. Tengo que entender al autor para poder dirigirle. Luego, en la sala de ensayos, mi trabajo se limita a poner en contacto a los actores con el autor.

 

 

Drácula. Biografía no autorizada'
‘Drácula. Biografía no autorizada’

 

 

Tú juegas en ambos equipos, como ya hemos comentado. ¿Crees que la labor del director/a ha quedado eclipsada en estos últimos tiempo por otras figuras como por ejemplo la de los/as dramaturgos/as?

En realidad, por culpa de Stanislavski y toda su mierda, la labor del autor se vio eclipsada por la del director. El autor de la obra es el principio, las fuentes del Nilo. De donde mana la historia. El director es el punto de vista. Una obra puede tener muchos puntos de vista, pero Romeo y Julieta siempre será de Shakespeare. Lo que tiene de importante el director es la responsabilidad. Es decir, un empresario o una compañía, quien sea, elige un texto. Eso es porque el texto le gusta. Si lo que estaba escrito deja de funcionar al ponerlo en pie, obviamente, es cosa del director. Yo lo paso peor cuando dirijo que cuando escribo. Si no hubiera funcionado mi versión de La importancia de llamarse Ernesto, no iba a ser culpa de Wilde, que es un genio demostrado. Hubiera sido culpa mía. Pero fue un éxito. Funcionó. Gustó. Y yo dormí tranquilo.

 

 

Y la pregunta del millón, ¿qué es dirigir para ti?

Respetar a los actores. Ésa es la base de mi dirección. Y después, toquetear todas las cosas, estar en todas las partes, y que luego parezca que no has estado.

 

 

¿Cómo fue tu primera dirección? ¿Cómo la abordaste?

En audiovisual, un cortometraje patibulario, titulado Vampiro. Era una cosa espantosa y grotesca. Muy larga, muy aburrida, aunque con algún acierto. Tenía 17 años. Y en teatro, que es lo que importa, creo que a los 22, una obra de corte social, que se titulaba Sin preguntas. La estrenamos en lo que era la sala Triángulo. La abordé muerto de miedo. La mitad de las veces no sabía lo que estaba haciendo y cuando lo sabía, casi era peor.

 

 

¿Sabías con qué lenguaje hablar a los intérpretes la primera vez o has ido encontrando tu forma de hacerlo a lo largo de tus diferentes direcciones?

Creo que siempre he sabido comunicarme con los actores. Aunque hay truco. Lo primero, mi madre. Cuando era niño la escuchaba, veía lo que le servía y lo que no. Y luego con 18, gracias a Mara Recatero –que fue la primera persona que me estrenó una obra– entré en el Teatro Español para hacer figuración. Yo no quería, pero fue mi auténtica escuela. Al hacer figuración pasas desapercibido y tienes mucho tiempo para escuchar. Y entre cajas me fijaba muchísimo. Tanto en ensayos, como en representaciones. Gracias a esa experiencia que duró cinco años, comprendí que la base de todo es saber escuchar a los actores, porque, al final, su intuición es mucho más valiosa que cualquier cosa que se te pueda ocurrir a ti en la mesa de dirección.

 

 

¿Y en que más cosas sientes que has evolucionado como director respecto a esa primera vez?

En todo. Lo más importante que he aprendido ha sido a tener paciencia y a respetar los procesos de los actores. Es fundamental. No se puede pedir todo el primer día. Si las cosas salen el primer día, ¿por qué coño ensayamos treinta más? No, hay que dejar que sigan sus instintos, que prueben en libertad. Por otro lado, también he aprendido que en una sala de ensayos no hay ni bien ni mal. Otra cosa que he aprendido es que cuando le dices a un actor que quieres que aporte, tienes que respetar esas aportaciones. Cuando los actores no aportan es porque tú no les has dado confianza. A mí, ver dirigir a Ernesto Caballero me ha enseñado muchísimo. Ernesto es un ser humano que en sí mismo es un máster de teatro. Mucho de lo que hago viene de él.

 

 

¿Cómo afrontas el proceso de dirección? ¿Tienes siempre una metodología clara o va variando en función del proyecto al que te enfrentes?

Cada obra es un mundo. No es lo mismo dirigir a Jardiel que a Allen o una versión de Stoker o a mí mismo. En realidad, yo no tengo una metodología. Me leo la obra varias veces. Hablo con los actores. Después vamos a la sala de ensayos e intento que todos dejemos libre nuestro instinto. El teatro es un acto de belleza salvaje y primigenia. Hay que recrear una danza loca y alegre en la sala de ensayos. Hay que volver a las cavernas, alrededor del fuego, donde se contaban las historias. El teatro no tiene nada que ver con el académico serio –por eso la mayoría de asesores de verso de este país no valen un pimiento– tiene mucho más que ver con los feriantes que iban de pueblo en pueblo. Para hacer teatro hay que tener un deje oscuro, delincuencial; hay que estar un poco pirado.

 

 

La importancia de llamarse Ernesto
‘La importancia de llamarse Ernesto’

 

 

Tienes una compañía teatral estable (PasoAzorín Teatro) y en tus proyectos sueles repetir con los mismos actores y actrices, pero ¿Nos puedes explicar cómo eliges a los intérpretes para cada proyecto? ¿En función de su calidad interpretativa o de lo que crees que pueden aportar como personas? Quiero decir, ¿sacrificas talento por personalidad? ¿Tratas de conjugar ambas?

Yo tengo la suerte de que en mi compañía exista un núcleo sólido que lo forman tres mujeres maravillosas, fuertes e independientes, Ana Azorín, Inés Kerzan y Ángela Peirat. Ellas son la base. Después, suelo intentar contar con intérpretes a los que admiro. Gente que me gusta. A la que veo en algo y pienso, «hostias, quiero ver a esa persona haciendo eso que hace en una sala de ensayos, conmigo…» Al principio, para mí todo era el talento. Ahora ya no. El tipo de teatro que yo hago es muy exigente. Los montajes parecen muy sencillos, pero creamos estructuras muy complejas de movimiento, tempo y ritmo. No digo que sean necesariamente buenas. Digo que es difícil hacer las cosas como nosotros las hacemos. Y ahora cuando elijo a un intérprete tiene que tener tres cualidades fundamentales: pasión, sentido del humor y amabilidad. En realidad, yo me he peleado muy poco con actores. Pero esas pocas veces me han hecho sentirme mal y, sobre todo, he tenido que contenerme mucho, porque no puedes decirle a un petardo que es un irresponsable, un soberbio o que todos sus números sólo sirven para esconder que no ha estudiado, y luego pedirle que salga al escenario. Así que, al final, te callas cosas y te quedas incómodo. No. Ya no. Si tengo problemas con alguien, lo llevo con tranquilidad y no cuento más con esa persona. Estamos en este mundo para divertirnos. No para pelear. Y he tenido mucha suerte, porque, además de mis dos socias, Ana e Inés, y de Ángela, he encontrado a gente maravillosa como, por ejemplo, Carlos Seguí, Eloy Arenas, Jacobo Dicenta, César Camino, Juan Carlos Talavera, Francisco Rojas o Paloma Paso Jardiel, mi madre, a la que tuve el honor de dirigir en La importancia de llamarse Ernesto. En general, me gustan mucho los actores y los respeto.

 

 

¿Cómo es ese primer día en el que se junta tu equipo para poner en marcha una obra? ¿Llegan ya con el texto aprendido o te gusta ir leyendo los textos con ellos en los ensayos?

Texto aprendido. Normalmente, texto aprendido. Aunque otras veces –esto pasa obviamente con textos míos– decido que la dramaturgia tiene que aparecer en la sala de ensayos, y llego a la primera lectura con sólo la mitad del texto o, peor aún, con un solo acto. Eso se lo hice a Carlos Seguí, Ana Azorín, Inés Kerzan y Ángela Peirat cuando hicimos Lo que mamá nos ha dejado en el teatro Lara. Empezamos a ensayar y, en ratos perdidos, escribí los otros dos actos. O en Drácula. Biografía NO autorizada, en el Fernán Gómez, donde aparecí con dos actos escritos. Luego llegó el tercero. Y, cuando se lo sabían, lo cambié. Y luego lo cambié de nuevo. Y después llegué con el cuarto acto… y reescribí el tercer acto. En ese Drácula nuestro, tuve la suerte de contar con unos cómplices maravillosos. Jacobo, Ana, Juan Carlos, Inés, Ángela, Jordi, Lorena y Willy estuvieron siempre al quite sin quejarse de nada. Se lo tomaron con mucho humor. Creo que como director soy cómodo… pero como dramaturgo, no tanto.

 

 

¿Y cómo eres a la hora de relacionarte con los intérpretes una vez la función está hecha? ¿Das muchas notas en cada función? ¿Cuántas funciones ves de una obra hasta que la dejas volar sola?

La dejo volar sola desde el estreno, pero asisto a casi todas las funciones. Tengo la suerte de que, en general, el equipo me lo pide. Creo que eso de que te moleste que el director vaya es una cosa muy antigua. Yo voy, veo la función, la disfruto y luego comentamos todos juntos cómo han salido las cosas. Por ejemplo, en la segunda función de Sueños de un seductor, César y yo estuvimos comentando que un chiste que nos gustaba mucho en la sala de ensayos, no entraba, y vimos una forma de mejorarlo. Juntos. En la próxima función veremos si teníamos razón o no. El teatro que nosotros hacemos es un trabajo de equipo.

 

 

Ahora, pasado el tiempo, al ponerte delante de un equipo ¿Sabes lo que quieren los intérpretes de ti? ¿Sabes qué tipo de guía buscan? ¿Cada intérprete es un mundo?

Cada persona es un mundo. Creo que hay una leyenda negra sobre lo difícil que es tratar con actores. Los hay muy gilipollas, claro está. Como los directores, los autores o los iluminadores. Gilipollas hay en todas partes. Yo intento tratar a cada persona como un ente definido, único y sagrado. Si me dejan, genial; sino, los ignoro y nunca más. Ser actor es muy difícil. Hay que dar la cara. Yo intento darles seguridad. Intento que sepan que me encantan y que lo van a hacer muy bien. Y luego les ayudo, en la medida de mis posibilidades, a que saquen lo que llevan dentro. Su instinto y su voluntad hacen el trabajo duro.

 

 

A la hora de decirle a un intérprete que algo no está bien, que se está equivocando o que no va por el camino que tú quieres, ¿cómo lo gestionas? Porque eso puede afectar directamente a su ego…

Lo hacemos en grupo y con sentido del humor. Todos nos confundimos. Yo el primero. Cuando alguien no va por el buen camino o, por lo menos, por lo que parece que es el buen camino en ese momento concreto, se lo digo. Igual que cuando todo va muy bien. Lo comentamos en grupo, con risas, con sentido del humor y sensibilidad. Es decir, si un intérprete concreto está ahí eso es porque a mí me encanta. No pasa nada por decir que nos hemos equivocado en algo. Además, cuando yo me equivoco pasa igual. Lo comento. Lo hablamos. Sin ir más lejos, hace nada propuse un chiste de un erizo que era una mierda, nos reímos, hicimos bromas, yo el primero, y luego lo eliminamos. Ya está. En nuestra compañía hay buen ambiente, aunque también es cierto que pedimos una disciplina tremenda y una exactitud draconiana. Hay gente que lo puede pasar mal.

 

 

¿Y cómo es tu relación con el resto de profesionales que conforman una obra (ayudante de dirección, sonido, luces, escenografía…) ¿Les pides el trabajo completo a tu manera o dejas que ellos te ofrezcan sus propias soluciones y a partir de ahí trabajáis?

Yo les doy una pauta general y luego juntos opinamos sobre lo que va pasando. Para mí hay tres elementos imprescindibles en el hecho dramático: texto, interpretación y luz. Así que con quien más me relaciono es con iluminadores. He trabajado mucho tiempo con Pilar Velasco, que es maravillosa en todos los sentidos. Y ahora llevo dos montajes con Carlos Alzueta, que es un tipo con una imaginación y la sutileza de otro mundo. Es un tipo excepcional y con una humildad muy difícil de encontrar en esta profesión nuestra. Si algo no te mola, ni se inmuta, tiene en la manga media docena de cosas aún mejores.

 

 

¿Es muy diferente dirigir un texto tuyo que cuando el texto es de otra persona?

Es otro mundo. Además, contigo mismo, si algo del texto no funciona, lo cambias. Cuando es de otro, hay que tener mucho cuidado. Puede ser que eso que tú crees que está mal, sea sólo que no lo estás comprendiendo. Hay que ser muy cuidadoso. La ventaja del director-dramaturgo es que cuando hay que hacer cambios, los sabes hacer sobre la marcha. Eso le pasa, por ejemplo, a Gabriel Olivares, que, aunque es esencialmente director, tiene mucha idea de dramaturgia. Sabe qué importa y qué no.

 

 

¿Si te piden dirigir un texto que no te resuene –por temática, afinidades, ideología…– de ninguna manera, lo dirigirías igualmente?

No. Sobre todo si fuese por ideología. Nunca dirigiría una obra que denigre a las mujeres, que no respete las diferentes opciones sexuales, o distintas razas. Para mí el teatro siempre tiene un fondo ético. Luego puedo hacer risas con asuntos que son serios, pero una cosa es hacer humor y otra, denigrar.

 

 

Hablando concretamente de la obra que tienes ahora mismo entre manos. Estás en el Teatro Lara estrenando Sueños de un seductor. ¿Qué has sentido al volver a los escenarios tras el obligado parón?

Ha sido un ataque de alegría. Sinceramente, durante el confinamiento, hubo momentos que me planteé si necesitaba la tensión de la dirección, pero, al ver a César, Ana, Carlos, Inés y Ángela en escena, comprendí que claro que lo necesito. Vivir en y del teatro es jugártela a vida o muerte todos los días. Además, después de estar ingresado un porrón de tiempo con una neumonía bilateral (covid19), a los médicos no les hacía gracia que volviese tan pronto, pero a mí me divierte. Decía Harpo Marx que «si había que elegir entre lo que te conviene y lo que te divierte, siempre y cuando nadie saliese perjudicado, hay que elegir lo que te divierte». Ésa es mi divisa.

 

 

Habéis estrenado justo después del cierre. ¿Cómo os la habéis arreglado para tener lista la obra? ¿Teletrabajando?

Trabajo duro y un equipo que funciona con una precisión absoluta. La versión de Sueños de un seductor la terminé según salí del hospital, aún en confinamiento. Y según se pudo salir a la calle a trabajar, empezamos los ensayos. Estábamos todos con muchas ganas. Y luego, hemos contado con mucha ayuda desde el Teatro Lara, que ha hecho un esfuerzo titánico para abrir. Ahora, con todo el mundo ‘enmascarillado’ e higienizado, es uno de los lugares más seguros de Madrid. Yo me siento mucho más cómodo en el teatro que en el Metro. Y hablo con la experiencia de haber tenido un ingreso muy grave por esta enfermedad. Así que no juego con estas cosas.

 

Sueños de un seductor 1
El elenco de ‘Sueños de un seductor’

 

 

La obra es un conocido texto de Woody Allen, con dramaturgia tuya y de Juan José de Arteche, y que además también diriges. ¿Habéis sido fieles al guion original de Play it again, Sam, o habéis modificado muchas cosas?

La realidad es que partimos de la versión de De Arteche, fantástica, y la comparamos con el libreto original en inglés, Play it again, Sam, de Woody Allen. Después cambiamos cosas para acercarla más al original. Tras eso, luego hubo los cambios lógicos de ensayos. En realidad, he tocado mucho, pero no se nota. He simplificado construcciones y ampliado chistes. El trabajo de versión tiene que ser de guante blanco. Yo no estoy ahí para lucirme, sino para que sea más Allen que nunca.

 

 

¿La obra es una gran carta de amor al cine?

La obra es una carta de amor a la vida, a vivir de verdad, a no creer en el «no se puede». La obra reivindica al hombre sensible, por encima del matón. Y estamos en un momento donde ese mensaje es imprescindible. El mayor matón de la Historia fue Hitler, ahora tenemos a Trump y Abascal, que son otros dos matones. Existe un hombre sensible, que llora, duda y ama, que es la respuesta al machismo y la locura de esos dos tipos. Contra la violencia, sentido del humor y sueños.

 

 

¿También la elección de la obra es una declaración de amor tuya al cine en general o a Woody Allen concretamente?

A Woody Allen. Allen es Dios. O casi. Su dramaturgia es de una genialidad absoluta. Hay chistes tan sutiles, tan maravillosos, tan grandes… Ha sido un placer y un sueño cumplido. Cuando vi mi nombre al lado del de Allen en el contrato me entró un ataque de risa. Uno de los tres mayores genios del humor –los otros dos son Groucho y Harpo Marx– del siglo XX, y yo iba a dirigir una de sus obra. ¡Toma ya!

 

 

Viendo el tipo de cine que se hace ahora y que revienta taquillas, ¿Siempre nos quedará Casablanca?

Siempre. Siempre nos quedará Casablanca. Ese cine era un cine esencialmente de historia. Igual que ocurrió con el cine de los años 80. Son películas donde lo importante es el guion. Da igual que haya efectos especiales, son historias. Mira E.T., por ejemplo. O La guerra de las galaxias. ¿Por qué son mejores las tres primeras películas con menos medios que las seis posteriores? Porque había historia; historia y alma. Ahora el cine se ha convertido en una serie de millonarios actuando con una tela verde detrás. Y, oye, que a mí me gusta mucho Los vengadores, pero más que cine es atracción. Si el cine no comprende, como ha hecho la televisión, que la gente lo que quiere son historias, al final, será absorbido por el videojuego.

 

 

Y una última pregunta personal que imagino ya te la han hecho muchas veces, pero ¿sientes o has sentido el peso de tu apellido a la hora de abordar tus proyectos?

Lo siento como una responsabilidad. Vengo de un linaje de toda la vida. Alfonso Paso fue el autor más taquillero de su época; y Jardiel Poncela es un genio absoluto. A veces, cuando va a subir el telón o hacerse la luz, cuando Blanca, mi ayudante de dirección y técnico, pone el aviso de ‘la función va a comenzar’, me siento como Luke Skywalker viendo los fantasmas de Obi-Wan y Yoda. Luego se me pasa el ataque de egolatría y pienso, «no la jodas demasiado, que no sientan vergüenza». Así están las cosas.

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