En la crisis del coronavirus hay 700.000 cuerpos invisibles. Son los cuerpos de los trabajadores y trabajadoras de la cultura. Los cuerpos de esas personas que están dejando atrás las medidas del Gobierno. Los cuerpos que no merecen ser considerados como tales.

 

Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa

 

Son los cuerpos de los compositores que crean las melodías que cantamos en los balcones, que suenan en los hilos musicales de las tiendas, que se pueden escuchar en Spotify, que tintinean en las cortinillas del Telediario, que están de fondo en los videojuegos, los anuncios, las películas, las series, las radios, las llamadas en espera.

 

Son los cuerpos de los artistas de la imagen, los que han creado los cuadros que ves en los museos, las esculturas de las rotondas, los logos de las empresas, las estatuillas de los premios de voleibol de segunda, los fondos de pantalla de tu ordenador y tu móvil, las ilustraciones de los libros infantiles que leen tus hijos todas las noches antes de irse a dormir, y sus muñecos, y el resto de sus juguetes, y los dibujos animados que les pones en el móvil para que puedas tener una conversación de adultos, y los que han modelado en tres dimensiones a los protagonistas de los videojuegos con los que juegan mientras tú charlas con tus amigos.

 

Son los cuerpos de los guionistas, dramaturgos y escritores, los que imaginan los personajes de las series que consumes haciendo binge-watching los findes que no tienes dinero para salir de casa, de las películas que has visto varias veces, los que escriben los diálogos que repites como si fueran chistes, porque es que lo son, los que estuvieron un año, o dos, o más, imaginando y repasando la novela que te llevas a la playa para distraerte este verano quince días.

 

Son los cuerpos de los actores, los que se ven y los que no se ven, los que salen en la tele y los que salen en el teatro, los que animan cumpleaños y bautizos, los que están dentro de Mickey Mouse y Goofy en los parques temáticos, los que ponen voz a los dibujos animados, a Bruce Willis, a Scarlett Johansson, a Jennifer Aniston, a las paradas de metro, a los anuncios de Renfe, a los servicios de atención telefónica automática, a las máquinas de tabaco.

 

Son los cuerpos de los cantantes y músicos, los que graban en el estudio y los que van de gira, los que tocan con el número 1 de Los 40 y los que tocan con la orquesta haciendo versiones en las verbenas, los que cantan en las bodas y los que cantan en los coros, los que tienen un canal de YouTube y los que tienen un hueco en la calle junto a su instrumento y su amplificador.

 

Son los cuerpos de los figurinistas, las sastras y los sastres que patronan y cosen los monos rojos de ‘La casa de papel’, que tanto te gustan para ponerte como disfraz en Carnaval junto a tus amigos gracias a otros sastres y sastras que los han patronado y cosido para ti, al igual que el resto de disfraces de bailarina, troglodita, dinosaurio, flamenca, superhéroe y superheroína.

 

Y así podría seguir enumerando los cuerpos de los directores, regidores, técnicos, escenógrafos, fotógrafos, coreógrafos, maquinistas, productores, distribuidores, diseñadores de iluminación, de sonido, artistas de circo, fotógrafos, bailarines, maquilladores, peluqueros, montadores, scripts, especialistas de efectos especiales, promotores musicales, especialistas de acción, modelos de pintura… Un sinfín de cuerpos olvidados tras un trabajo invisible. Por eso también sus cuerpos son invisibles.

 

Al menos, aquí, en España. En otros países, la cultura ha sido declarada un bien de primera necesidad porque la ven. Aquí el Dúo Dinámico ha cedido sus derechos de autor a la Comunidad de Madrid para que todos podamos cantar unidos a las ocho de la tarde.

 

Así la cultura se hace invisible. Los cuerpos que producen la cultura se hacen invisibles.

 

Los cuerpos de la cultura no pueden hacer huelga, porque una vez han concluido su trabajo, pasa a ser de todos. Nadie puede eliminar de tu memoria tus películas y series favoritas, ni quitarte de la cabeza la canción que sonó cuando diste tu primer beso, ni hacerte olvidar el concierto que te emocionó, la obra de teatro que te hizo llorar, el videojuego con el que pasaste tardes con tus amigos, los cómics que te hicieron descubrir el mundo. El disfrute, la curiosidad y la imaginación que ya has vivido y que forman parte de tu personalidad gracias al trabajo de otros no pueden hacer huelga. Por eso los cuerpos que los crearon tampoco pueden defender lo que es suyo.

 

Porque todos esos cuerpos tienen familias, necesitan comer, pagar facturas, tener un futuro. Al elegir esta profesión, aceptamos de buen grado la incertidumbre. Técnicamente se le llama intermitencia. A veces trabajamos pocos meses, y en esos meses se concentra el sueldo de la mitad del año, o de todo el año. A veces estamos esperando un año un proyecto que se cae, y por ese proyecto rechazamos otros. A veces trabajamos mucho en un proyecto que sale mal. A veces trabajamos poco en un proyecto que sale muy bien. Y en eso consiste nuestro trabajo. Un trabajo invisible para la gran mayoría de la sociedad que, sin embargo, disfruta de manera constante y cada vez más gratuita de él.

 

Que seamos invisibles para la sociedad no cambia de un día para otro. Pero no puedo entender que nuestros cuerpos sean invisibles para la persona que se supone ha de velar por la cultura: el ministro José Manuel Rodríguez Uribes. Desde la cultura hemos defendido al gobierno, hemos entendido que se enfrentaba al mayor reto de la historia reciente y que era el momento de estar unidos. Hemos escuchado que no se iba a dejar a nadie atrás, que íbamos a salir todos de esta. Todos nos incluye a nosotros. 47 millones de personas están confinadas para salvar a varios miles. Como pueblo, somos capaces de ejercer la solidaridad.

 

Pero si no se toman medidas urgentes, habrá muchos más cadáveres, metafóricos y reales. 700.000 profesionales de la cultura están desamparados por su representante público, con sus trabajos suspendidos, sin posibilidad de acogerse a las medidas pensadas para otro tipo de trabajadores, pero con las mismas obligaciones fiscales. Es más, su representante, el que está a su servicio, se ha desmarcado de todos sus homólogos europeos, se ha encogido de hombros ante el inmenso esfuerzo de las asociaciones del sector para consensuar medidas concretas y ha dicho que no puede hacer nada. Que ahora no. Que más tarde. Cuando ya sea demasiado tarde y la cultura de este país se haya hundido en la miseria.

 

Al señor ministro de Cultura parece no importarle dejar 700.000 cadáveres a su paso; a lo mejor él debería ser el primer cadáver político del coronavirus.