Por Lucas Cavallo Fandiño.

En la primera imagen de Solo nos queda bailar, el profesor de la Compañía Nacional de Danza de Georgia le indica a Merab, el protagonista, que los movimientos de la danza georgiana deben ser más rígidos, y que él debe “estar como un clavo” y no bailar con demasiada soltura. Esta escena sirve de perfecta metáfora de lo que se va a desarrollar a lo largo del film. Esa incapacidad que conlleva el tratar de mantener las tradiciones, pero actualizarlas al siglo en el que se vive. El detonante que cambiará la vida de Merab será la llegada a la compañía de Irakli, que aparece, a su vez, como amenaza y objeto de deseo. En este punto, los críticos especializados han querido comparar la película con otras de temática similar como Call me by your name o Tierra de Dios donde los protagonistas experimentan el despertar de su sexualidad a través de encuentros clandestinos impuestos por una sociedad conservadora que no les permite ser lo que ellos desean. Sin embargo, creo que también sería justo hacer referencia a otra película del año 2019, Ema, del chileno Pablo Larraín, que también utiliza la danza como forma de emancipación y expresión de libertad de su protagonista. En Ema, el personaje de Mariana Di Girolamo, se mueve a través de los nuevos ritmos urbanos, en este caso el reggaetón, como forma de acercarse a lo que ocurre ‘en la calle’, en definitiva, a los tiempos que corren. Por su parte, Levan Gelbakhiani, que dota a Merab de una mezcla entre fuerza, ternura y fragilidad, utiliza el movimiento de su cuerpo, y en especial sus manos (también fuente de prohibición como en la obra de teatro Elegy de Douglas Rintoul) para adaptar la danza clásica georgiana a la diversidad de los tiempos actuales.

El director Levan Akin decide ubicar la cámara pegada a los protagonistas para hacernos cómplices de su mirada y, también, de su sufrimiento. La evolución que otorga al personaje de Merab desde que conoce a Irakli hasta que por fin se da cuenta de lo que siente por él, tal vez peca de poco original, pero se compensa con la complicidad, cariño y pasión que imprime a la relación de los dos jóvenes cuando descubren sus cuerpos en sus encuentros sexuales. También es digno de mención el plano secuencia de la boda del hermano, una suerte de viaje a los infiernos de lo que sigue siendo vivir en Georgia hoy en día. En una sociedad donde todavía ser homosexual significa sufrir todo tipo de discriminación, abusos y violencia, el desenlace sirve como una demostración de que, a pesar de todo ello, llegará el momento en que los intolerantes tendrán que asumir que las tradiciones, al igual que las leyes, inexorablemente, se deben renovar acorde a las demandas de las formas de vida actuales. Porque al final, solo nos queda eso.

 

 

Este 7 de febrero llega a nuestras carteleras Solo nos queda bailar (And Then We Danced), la nueva película de Levan Akin, seleccionada por Suecia para competir en los Oscars, que tuvo su premiere internacional en la Quincena de Realizadores del pasado Festival de Cannes y que en la 64 Seminci de Valladolid se alzó con dos premios: Premio a Mejor Actor para Levan Gelbakhiani y el Premio Espiga Arco Iris, que premia aquellos filmes que dirigen su mirada hacia la diversidad sexual y la identidad de género.