Si vivimos en la sociedad del espectáculo, debería ser obligatorio para todo ciudadano conocer las reglas de la espectacularidad [entradilla]

 

Si vivimos, como afirmaba Guy Debord, en la sociedad del espectáculo, debería ser obligatorio para todo ciudadano conocer las reglas de la espectacularidad y de cómo estas articulan la relación entre la realidad y la ficción

 

Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa

 

Se suceden las denominaciones teatrales en los medios de comunicación cuando se habla de lo que está aconteciendo en Cataluña: proliferan los pomposos titulares sobre el espectáculo catalán, y muchos especifican de que se trata de teatro del absurdo, o farsa, o grotesco… Mis favorito es este: Entre la tragedia y la ópera bufa, pasando por la comedia, géneros todos que sirven de corolario en apenas tres líneas a este artículo de Jesús Rivasés en Tiempo. Qué curioso, un país en el que el 76,8 % de la población declara no haber asistido a ningún espectáculo en vivo en el último año, y de repente esporulan auténticos expertos en teatro y lírica de todas las épocas.

 

Supongo que este desatino es una de las consecuencias de no incluir las artes escénicas en el currículo escolar, y por eso nuestros opinadores profesionales no distinguen bien entre Ionesco y Valle Inclán. Todos estas invocaciones al arte de Talía pretenden servir de sinónimo de «mentira», sin ningún tipo de criterio estilístico ni reflexión sobre la relación entre la realidad y su representación. Porque representar la realidad no implica mentir: en ocasiones, y bien lo sabemos nosotros, la representación no es sino la verdad condensada.

 

El problema, a mi parecer, de tanto sinónimo sobrevenido es que los opinadores confunden narrativa con espectáculo, género con representación, y saltan impunemente de considerar El procés como una serie de Netflix a criticar la puesta en escena de la independencia. Una cosa es la historia que se está contando y otra muy, muy diferente los recursos que se utilizan para hacerlo.

 

Pero, y lo más importante de todo, lo que los opinadores no parecen considerar es que la política es una actividad performativa. Es un espacio regido por convenciones, pactos y símbolos cuyas repercusiones son materiales, físicas; donde el límite entre la realidad y su representación es oscilante, desdibujado, líquido; en el que incluso la resistencia al pacto vigente ha de realizarse mediante acciones performativas que se rigen mediante las mismas leyes de la espectacularidad y que aspiran a tener el mismo estatus simbólico y de convención que aquellas contra las que combaten. Que yo afirme aquí que la política es una actividad performativa no es un juicio de valor ni una manera sofisticada de justificar un sinónimo de mentira: es un resumen, más o menos acertado, de toda una rama de conocimiento científico, imprescindible para todo aquel que se quiera dedicar al análisis político de manera profesional.

 

Por eso, todos nos hubiéramos ahorrado muchos disgustos si alguien hubiera llamado a las cosas por su nombre desde el principio, o sea, si el 1 de octubre alguien hubiera dicho que el referéndum catalán era una performance de legitimación. Ese referéndum, como era bien sabido por sus organizadores, carecía de validez legal, entendiendo la legalidad como pacto social legitimado mediante un conjunto de rituales performáticos. Pese a esto, decidieron ejecutarlo por su potencial para cuestionar dicho pacto. El independentismo lleva años realizando manifestaciones performáticas en la Diada, pero ninguna con el ingrediente simbólico más potente de la democracia: la urna.

 

¿Es legítimo utilizar la performance en política? No solo es legítimo; es que no se puede hacer política sin hacer performance. Desde la coronación de Napoleón hasta la marcha de la sal de Gandhi, pasando por la sufragista Emily Davison suicidándose en el hipódromo de Derby para conseguir atención mediática, todos los grandes acontecimientos políticos necesitan articular su representación espectacular, porque esta configura, entre otras cosas, su legitimidad emocional. A eso, y a ninguna otra cosa, se refirió Puigdemont en su DUI nonnata, y aquí me atrevo a realizar una hipótesis sobre su subtexto: «Nuestra performance ha salido lo suficientemente bien como para que revisemos el pacto vigente, del que a nosotros, en el fondo, tampoco nos conviene salirnos».

 

¿Qué es lo que el gobierno del Partido Popular no supo ver? Bueno, así dicho, la pregunta quizá es demasiado amplia. Dejémoslo en que no hizo un buen análisis de quién era el espectador de esta grandísima performance y qué implicaba mirar. Lo escénico solo tiene lugar, como todos sabemos, cuando ocurre una relación observado-observador: ojos que no ven, performance que no sucede. No entendieron que al enviar a los 10.000 hombres de Piolín a machacar a todos esos independentistas violentamente sentados en los colegios electorales, actuaban como un público indignado y, por tanto, legitimaban el simbolismo de la votación. Tampoco comprendió Rajoy que beneficio político, el suyo, el de Puigdemont, dado que había mucho más público mirando a Cataluña aquel 1 de octubre que él desde su plasma en Moncloa. Concretamente, la audiencia era el resto del mundo, que observaba atónito cómo lo que podía haber sido una enorme manifestación del pueblo catalán (que distaba mucho de conseguir ya no la validez de la legalidad española, sino la internacional) se convertía en un ir y venir de vídeos de YouTube con policías dando uso, por fin, a tantos años de entrenamiento. Un buen espectáculo debe conmover y estas imágenes, que hubieran sido imposibles sin la participación activa del torpe público monclovita, redondearon el componente emocional de la performance interactiva inteligentemente diseñada por el Govern: sin ellas, el simbolismo ya hubiera sido potente; con ellas, es posible construir una narrativa martirológica.

 

Una sucesión de performances deviene inevitablemente en una configuración narrativa porque el cerebro humano está diseñado para generar historias. Pon un perro al lado de un lápiz, y la gente creerá que el perro escribe. Ubica varios actos político-performáticos en unas coordenadas espacio-temporales concretas y crearás un movimiento político, con una historia, una narrativa, un justificación en el pasado y una proyección de futuro. Y la narrativa es uno de los componentes más importantes de una ideología, porque es una manera de ordenar y entender la realidad y, por tanto, de tomar decisiones sobre cómo nos relacionamos con ella. Lo que ocurre con las narrativas es que son patrones cognitivos de variedad limitada: según Georges Polti, solo existen 36 situaciones dramáticas. Es difícil aprehender la realidad en 36 posibilidades: por eso, cuando una narrativa gana en la mente de un individuo o colectivo, elimina de la ecuación los datos (y los hechos político-performáticos) que perturban su esquema preexistente. Para ejemplo, en el fabuloso vídeo Help Catalonia, que articula la situación número 7 de Polti («Víctimas de la crueldad o la desgracia»), se han eliminado varios datos importantes: que el referéndum no contaba con garantías democráticas, que más de la mitad del censo no votó o que incluso la convocatoria en el Parlament no se realizó mediante mayoría cualificada. El no menos fabuloso discurso del rey Felipe VI a la nación (según Polti, «Rescate» y devolución a la legalidad) obvia con una irresponsabilidad sorprendente las cargas policiales, los heridos y, por encima de todo, el independentismo real, el de las calles de Cataluña, que por su calado social no puede ser criminalizado. Cualquier narrativa hace asequible la realidad y la despoja de incoherencias. Además, implica una escala de valores desde una óptica de una clase socioeconómica y cultural. Luego están las narrativas dominantes, cuyas incongruencias solo pueden ser señaladas por golpes político-performático, como el consenso constitucional, que desde la performance más importante de los últimos años, el 15M, ha empezado a ser cuestionado no en petit comité, sino por toda la sociedad.

 

El análisis de lo narratológico y lo espectacular también incluye, evidentemente, a la televisión y ese reality Pastor-Ferreras, desde el que radian los pestañeos de Carles Puigdemont, o subrayan la prosodia de Rajoy, que hurga en los testimonios reales de veracísimas personas que cuentan en primera del singular lo que han vivido, estructurado a través de opinadores tan constantes en la pantalla como la pareja de periodistas. Que podamos recordar, ¿en qué otra ocasión ha estado España al unísono en un ay? Con la primera final de Gran Hermano, la primera de Operación Triunfo, los Mundiales… y el referéndum catalán. Que seguro que me dejo alguna, pero será del mismo palo. La sobrecobertura informativa requiere, para garantizar la tensión, esa mano de Ferreras que indica que estamos a punto de presenciar otro trepidante paseo de Puigdemont del coche al Parlament, o sea, vivir en un cliffhanger. No sé vosotros, pero a mí me engancha.

 

Podría seguir con manifestaciones, declaraciones, o incluso sobre la puesta en escena de la censura mediante la apariencia de pluralidad, pero, en realidad, mi preocupación es que si vivimos, como afirmaba Guy Debord, en la sociedad del espectáculo, debería ser obligatorio para todo ciudadano conocer las reglas de la espectacularidad y de cómo estas articulan la relación entre la realidad y su representación. Igual que entendemos el código de circulación, las cláusulas de una hipoteca o el alfabeto latino: debemos comprender los códigos de la sociedad en la que vivimos. Su desconocimiento genera importantísimas disonancias cognitivas en la interpretación de, por ejemplo, los acontecimientos políticos y su cobertura mediática. El teatro siempre ha sido político por su contenido, pero ahora, más que nunca, también lo es por su forma.

 

Y a los opinadores que solo se acuerdan de nuestro arte para descalificar a quien sea menester, les pediría que, igual que se tuvieron que leer aprisa y corriendo el 155 de la Constitución para escribir sobre él, se esmeren en comprarse un diccionario de sinónimos, que hay muchos y muy buenos. Falacia, falsedad, engaño, calumnia, falsía, hipocresía, enredo, chisme, embrollo, chanchullo, farol, embuste, bola, trola, fábula, patraña, hipérbole, bulo, fantasía, paparrucha, camelo… Eso, de regalo, por si necesitan fondo de armario para hablar de mentiras: para analizar performance, consulten con los que de verdad saben, que es la gente del teatro.