Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa

 

Como mujer, “el mes de la mujer” me despierta sentimientos contradictorios. Por un lado, como ciudadana consciente del mundo en el que vivo, no puedo dejar de celebrar que en esta sociedad donde nuestra voz todavía sigue relegada a algo secundario, exista un tiempo y un espacio propios para las mujeres. En marzo se recuerda la contribución de muchas de las mujeres que han sido silenciadas a lo largo de la historia, algo fundamental para generar canon para las próximas generaciones, mientras se recuerda que lo que se ha conseguido no es suficiente en la calle, en los medios, en las redes. El 8 de marzo me encontraréis en Cibeles, gritando el himno de LasTesis, alegre junto a mis hermanas.

 

¿Pero no os entra cierta tristeza al pensarnos así? Porque a mí sí. Crecí creyendo que mi vida no dependía de mi género. Es más, es algo que no me planteé en ningún momento, ni durante primaria ni durante secundaria, casi casi que ni durante la universidad. Sencillamente, era algo que estaba superado: en el pasado las mujeres no teníamos voz, ahora sí; en el pasado las mujeres estaban abocadas a ser amas de casa, ahora no; en el pasado las mujeres estaban subordinadas a los hombres, ahora éramos iguales. Ya está. Las gafas violeta, que cada vez son de un violeta más oscuro en mi caso, vienen acompañadas del desaliento; si a estas alturas de la vida aún no vivo en una sociedad igualitaria, eso quiere decir que voy a morir antes de que se alcance la igualdad.

 

Y ahí aparece la rabia. Porque empiezo a estar cansada de que a las mujeres se nos pregunte por el ‘papel de la mujer’ en las artes escénicas, o se nos pida reflexionar sobre nuestra trayectoria en una ‘profesión tradicionalmente masculinizada’, o tengamos que mencionar la maternidad de una u otra forma, en lugar de hablar de lo que hacemos, sentimos, creamos y buscamos. Porque al señalar una y otra vez la diferencia, con el noble fin de eliminarla, ocurre un fenómeno cognitivo indeseable: se perpetúa la sensación de no normalidad de la mujer, de ser un subgrupo humano. Y no: sencillamente somos la mitad de todo lo que existe. De ahí la injusticia. Y de ahí que me canse de la obviedad.

 

Entonces me entra la culpa, porque mientras yo estoy cuestionándome la pertinencia de continuar este modelo reivindicativo, hay mujeres en el mundo que son asesinadas, violadas, maltratadas por el mero hecho de ser mujeres. Ablación, torturas, maternidades no deseadas están a la orden del día. Aparece mi privilegio de blanca de primer mundo como una guadaña que viene a cercenar todas mis dudas, y me rindo ante la evidencia: si así es como se pelea, habrá que seguir peleando, aunque sea de manera imperfecta.

 

En toda esta maraña de sentimientos, sin embargo, siempre llego a la misma conclusión: ¿dónde están los hombres? Porque al final son ellos los que tienen que moverse. Mientras yo vivo en un mar de contradicciones, el hombre vive en una llanura de certezas, incluso sobre el feminismo. Mientras yo peleo cómo hacer mi vida más igualitaria, el hombre concede la igualdad. Mientras yo veo el patriarcado una y otra vez en los comportamientos más cotidianos, el hombre emplea sus esfuerzos feministas en demostrar que ‘justo eso’ no era machista.

 

Desde donde yo estoy, desde donde estamos muchas, basta ya de cuestionarnos a nosotras mismas. Ellos son lentos porque están cómodos, y ni siquiera son conscientes de ello. No dudo de la buena intención de un porcentaje altísimo de hombres, pero incluso en esos casos de convencimiento absoluto, la mayoría están muy lejos del nivel de autocuestionamiento feminista que una sociedad igualitaria necesita. El feminismo no está en que nosotras seamos capaces de hacer lo mismo que ellos, que lo somos, sino en que ellos sean capaces de hacer lo que hacemos nosotras: carga mental, trabajo emocional, autoanálisis… No sé si debería ser en marzo o no, pero hace falta ponerse las gafas violeta para que haya, al menos, también un mes del hombre.