«En ese lugar donde conviven el teatro amateur, el teatro con colectivos marginados, los talleres, los textos por encargo… es donde estamos obligados a ser útiles»

 

Cultura de base: volver a las raíces

 

Por Pilar Almansa/@PilarGAlmansa

 

Posiblemente las Artes Escénicas sean una de las disciplinas artísticas en este país que más se pregunta por su propia razón de ser, por su ‘para qué’ existencial. En Reino Unido, por ejemplo, lo tienen claro: durante la pandemia muchas voces han recordado que la industria audiovisual británica se basa en gran medida en la escénica. El talento de directores, autores, actores y muchos otros profesionales se forja en un medio artesanal como el escenario, para luego proyectarse al mundo a través de una potentísima industria.

Pero este ‘para qué’ es endogámico y mediado: las artes escénicas son necesarias en tanto en cuanto son útiles para otra industria cultural económicamente más rentable. De lo que hace falta realmente hablar es de la función social de las artes escénicas, de su ‘para qué’ dentro del entramado comunitario. Si la medicina es útil a la comunidad en tanto que cura las enfermedades de aquellos que no se dedican a ella, la arquitectura es útil a la comunidad porque construye puentes y edificios para todos, y así sucesivamente con otras mil disciplinas, cuando queremos preguntarnos nuestro ‘para qué’, tenemos que centrarnos en cómo podemos servir a aquellos que ni hacen teatro, ni cine, ni nada que se le parezca. ¿Para qué necesitan el Teatro los ciudadanos?

Volvamos a Grecia. Según Augusto Boal, el teatro tenía para Aristóteles una función coercitiva, esto es, mediante la catarsis del espectador se pretendían ‘curar’ los posibles cuestionamientos realizados por individuos sobre la totalidad del sistema. Pero si reinterpretamos con más bondad el propósito del teatro en Grecia, también podríamos decir que esta actividad religiosa que eran las Grandes Dionisíacas buscaba, a través de un ritual común y de la creación de referentes comunes, apuntalar una comunidad fuerte, unida, sólida.

Quizá ahora resulte complicado cumplir esa función desde la exhibición teatral tal y como la concebimos, dado que las dos herramientas que utilizaban los griegos ya no son exclusivas del teatro. Los rituales como tales han desaparecido y se han transformado en eventos, y ahí la música es donde tiene su gran fuerte, con festivales y conciertos. Podemos encontrar historias sin salir de nuestra casa, a través de la televisión y las plataformas de streaming. ¿Qué podemos hacer, entonces?

Nos queda la cultura de base. Sí, ese lugar donde conviven el teatro amateur, el teatro con colectivos marginados o con necesidades especiales, los talleres de un día, los textos por encargo para hablar de las gentes de un lugar concreto… Ese espacio donde la copresencia no es sustituible, donde se da el diálogo entre el artista y el ciudadano, donde estamos obligados a ser útiles. En contacto directo con aquellos que no se dedican a lo nuestro no podemos escondernos en ninguna teoría o corriente artística, ni recurrir a los argumentos de siempre sobre una necesidad abstracta del teatro por parte de la gente: es la mejor manera de recordarnos que somos parte de una comunidad de manera real.

Sin embargo, sigue existiendo una parte de la profesión que no acaba de ver la cultura de base como auténtica cultura. Quizá persiguiendo el ideal del artista, parece que el contacto directo con la realidad de su tiempo, con sus coetáneos no artistas, les quitara brillo y prestigio a su propia práctica. Justo es lo contrario. Mucho se pone de ejemplo a Reino Unido obviando la fortaleza de sus estructuras en cuanto a cultura de base. Desde la inclusión de las artes escénicas en los estudios de bachillerato con pleno derecho y profesionales dedicados a ello, hasta la miríada de actividades artísticas dedicadas a la comunidad que se articulan desde los Job Centres (nuestro SEPE). Un país así acaba valorando a su industria cultural, porque la conoce desde la base.