Por Pilar G. Almansa / @PilarGAlmansa

 

Estatuto del Artista, mecenazgo, IVA cultural, o incluso corrupción… Paparruchas. No le dediquéis ni un segundo más de vuestra atención. Yo, en este texto, tampoco voy a entretenerme en introducciones.

 

El sector de las artes escénicas solo tiene un problema: el público. O, más bien, su progresiva y lenta desaparición. Los datos hablan por sí solos: en el anuario de la SGAE del año 2017 se afirma que desde el año 2008 se ha perdido, aproximadamente, un 30 % del público, lo que supone unos 6 millones de espectadores. Si bien no hay un análisis causal en el propio anuario, dejadme lanzar algunas hipótesis para este dramática reducción: la crisis (algo que ya sabíamos), la concentración de la exhibición en las grandes capitales (este dato sí está sacado del propio anuario) y, permitidme lo funesto, la propia extinción de la costumbre ciudadana de ocupar con frecuencia y alegría el patio de butacas. El público de teatro está desapareciendo en todo el mundo: según The Audience Agency, en Reino Unido el grupo de edad más numeroso en el patio de butacas está entre los 65 y los 74 años, y la edad media del espectador de teatro es de 52 años (aquí el estudio completo).

 

O sea, que cuando la generación de jubilados con afición al teatro se muera, así, sin paños calientes, ya no habrá más público… O quizá sí. Los más optimistas pensarán que la senectud también se renueva, y que cuando la siguiente generación llegue a los 60, empezarán a ir al teatro. Malas noticas para ellos: el interés en la cultura no es algo que llegue con la edad, sino que cada persona desarrolla sus intereses y aficiones en la adolescencia y primera juventud, como afirma este estudio de Colleen Dilenschneider. Entre numerosas implicaciones, esto quiere decir que la generación que va de los 20 a los 50 años, aproximadamente, está perdida en su mayoría como público de teatro. Y que los geriátricos del futuro estarán llenos de PlayStations.

 

Creo que no hay debate sobre cultura en el que haya participado, como ponente u oyente, en el que no se haya invocado a la ‘educación’ como la panacea de todos los males culturales: si incluyéramos al teatro de manera transversal en primaria y secundaria, dirán los más optimistas, seguro que contribuiríamos a que en la sociedad hubiera seres humanos más complejos y críticos, amantes de las artes, y a la sazón capaces de valorar un espectáculo en su justa medida y pagar lo que este cuesta. Traducción: necesitamos entrar en la educación para crear público. De nuevo, lamento ser portadora de malas noticias: si observamos datos de diferentes países, como Estados Unidos o el último Eurobarómetro que se ha hecho sobre participación cultural, en el año 2013, llegaremos a una conclusión: la reducción del público de teatro no está relacionada con el sistema educativo. Entre 2007 y 2013 bajó la participación en actividades teatrales un 4 % en toda Europa, en países con currículos muy dispares, con situaciones económicas también distintas. Sí, también bajó en Suecia. La crisis del teatro también afecta al paraíso de la innovación educativa.

 

Me encantaría que fuéramos capaces de mirar estos datos como sector, no como individuos acuciados por la imperiosa necesidad de participar en el pastel menguante. Porque el pastel, compañeros, mengua porque no hay público. Ese es nuestro único problema. Empecemos a pensar qué está pasando en los hábitos de consumo cultural; qué cambios está habiendo en los patrones cognitivos; y qué vinculación con todo ello se está realizando desde los organismos públicos o privados para que las artes escénicas sigan formando parte de la sociedad. No hay sectores económicos eternos: es más, ni siquiera el teatro puede presumir de haber formado parte de la sociedad de manera constante desde Esquilo hasta Ariane Mnouchkine. Durante la larguísima Edad Media hubo personas que se levantaban para contarse historias las unas a las otras, pero el sector teatral, como tal, no existía. Y no pasó absolutamente nada. Las historias son imprescindibles, pero los artistas profesionales a tiempo completo somos contingentes.

 

Hay que hacerse una pregunta con sencillez y crudeza, sin miedo, asumiendo incluso el dolor que nos entra a muchos, que hemos depositado el sentido de nuestra existencia en un escenario: ¿va a desaparecer el teatro? Quizá los más optimistas decidan no levantar su perspectiva histórica más allá de unos cincuenta o sesenta años y prefieran imbricarse en esa corriente que pregona la sempiterna crisis de las artes escénicas. Mi respeto hacia ellos, pero también mi total y respetuosa oposición. Creo que ese discurso nos instala en un romanticismo conformista, que ensalza la figura del héroe creador y desactiva la enmienda a la totalidad, que es lo que necesitamos. Sin público no hay teatro, y el público está desapareciendo. Sí, soy pesimista, pero una pesimista rabiosa: mis palabras no pretenden ser un mal augurio, sino una invitación a debatir sobre lo que está pasando en el patio de butacas.