Después de Todo el tiempo del mundo, Pablo Messiez nos brinda esta otra delicia, que no disimula su parentesco con Chéjov, con parte del equipo interpretativo de aquel inolvidable montaje, compuesto aquí por Rebeca Hernando, Mikele Urroz, Carlota Gaviño, Íñigo Rodriguez Claro, José Juan Rodríguez, Javi Ballesteros y Joan Solé. Al movimiento esta Lucas Condró, la escenografía es de Alejandro Andújar y las luces de Paloma Parra. Todos han trabajado a una para invitarte a escuchar con todo el cuerpo.

 

Por Álvaro Vicente / @AlvaroMajer

Fotos: Vanessa Rabade

 

Cuando la vida agrede o acaricia, las canciones están ahí siempre. Abandonarte a la escucha, en una suerte de esquizofrenia, atiza las brasas en las que arden la tristeza, el odio, el esplendor, el amor, la euforia o el dolor, la esperanza y su contrario. Todas las crisis pueden ser algodonadas con canciones o pueden ser alcohol sobre heridas; te dejan el alma como un campo llano, extenso, recortado sobre el horizonte, o como un malpaís. Cualquier tiempo pasado fue canción. Psicosis musicales en las que vivir, como viven los personajes de Las canciones, personajes que han tomado una decisión: dejar de cantar para solo escuchar. Aquí se escucha, no se canta. ¿Tú eres de cantar o de escuchar? Reivindican la escucha como un trabajo, tarea cotidiana de la que no pueden ni quieren salir, a pesar de que Moscú siempre está ahí, como huida obligada o tabla de salvación.

 

Digo Moscú porque los personajes de Las canciones tienen el aroma indisimulado de los personajes de Chéjov. No es un secreto que la inspiración para esta obra nace, entre otras cosas, de Las tres hermanas. Olga, Irina y Masha (esta última ausente), el hermano Andréi (aquí Iván), Natalia, los militares, que aquí, claro, son los músicos. Vienen los músicos. Una frase aparentemente trivial. Pero los músicos llegan y lo ponen todo patas arriba. Ellos saben que en esa casa, en esa caja de resonancia, en ese encierro, se escucha como no se escucha en ningún otro sitio. “Empezamos a trabajar –relata Pablo Messiez- con la idea de hacer una versión musical de Las tres hermanas (idea que quedó relegada) y muy interesado en lo que pasaba en los cuerpos al escuchar música. Esto último sale del entrenamiento con los actores. Empecé a proponer ejercicios que tenían que ver con escuchar y a ver lo rico que era escénicamente un cuerpo cuando está entregado a la escucha”. Un cuerpo entregado a la escucha. En este caso, muchos cuerpos entregados a la escucha y una invitación que va del escenario a la platea para que sean muchos más los cuerpos entregados a la escucha. He ahí la dimensión política de esta obra. La música no tiene moral, como dice Messiez, puedes ser un nazi y Wagner no te hace mejor persona. Pero tiene política. Los cuerpos libres en el espacio son hoy, en nuestra época amante de lo virtual, la verdadera revolución. El cuerpo toma el poder desde el minuto uno en Las canciones y esa revolución llega al paroxismo en el (no)intermedio. Acontece la colectivización del acto íntimo de la escucha, lo privado se vuelve público hasta convertirse en sagrado. Es exhibicionista, puede que para algunos incómodo, es subversivo, performático, finalmente extático.

 

“Se invita al baile, a la escucha con ojos abiertos y con ojos cerrados, a la escucha con todo el cuerpo, que eso es bailar en definitiva, escuchar con todo el cuerpo. Poder compartir eso es muy potente”. Ese puente tendido al espectador es otra de las constantes en este precioso y preciso artefacto escénico que Messiez ha elaborado con el concurso de los actores, hay una veta abierta entre la ficción y la realidad en la que se convive sin estridencia. Hay textos proyectados que avanzan acciones y emociones, o que las subrayan. Hay mucha ironía y hay un lugar de sensatez en el personaje de Natalia que salvaría al pasaje entero del Titanic tras el hundimiento. “A veces la ficción, por querer sostenerse, por miedo a romperse, se vuelve un poco ingenua. ¿Por qué se va a romper la ficción si la evidenciamos? No es tan frágil. Esto no es nada nuevo, lo hacía Brecht, pero ahora hay una absurda dicotomía entre eso que llaman el teatro de texto y otra cosa que no sé qué es. A mí me parecía bien evidenciar todavía más lo evidente: nosotros estamos aquí actuando y vosotros estáis ahí mirando, esperando que os contemos una serie de cosas. Y os damos los títulos de las escenas incluso a modo de spoilers. Esto me encanta porque detesto la idea de spoiler en el teatro. A mí esas obras que terminan y dices: hostia, mira lo que pasa al final… pues no me interesan, es como ponerse por encima del espectador, como que tengo un secreto y os lo voy a revelar. Es la lógica de David Mamet, que a mí tampoco me interesa para nada. Y es también la lógica de las series. Creo que las series nos tienen la cabeza un poco condicionada en el modo de mirar. Pero una serie es una serie y el teatro es teatro. Y lo nodal en el teatro, su esencia, es la necesidad del encuentro con la gente que está ahí. Entonces: ¿por qué nos vamos a poner por encima de ellos, por qué guardarnos unos secretos para revelarlos al final? Mejor contar lo que va a pasar y que lo que suceda sea el encuentro, el encuentro para escuchar canciones o para estar en silencio”.

 

Todo eso que sucede con los cuerpos en el encuentro tiene un marcado carácter performático, es decir, se privilegia la presentación más que la representación y la experiencia somete al guión preestablecido. “En todo caso –sigue Messiez-, todo teatro debería saberse performático, aunque no lo sepa lo es, porque eso que está pasando está pasando ahí y en ese momento. Pero el teatro de texto se ha olvidado del público, se ha encerrado en una especie de egotrip, de gozarse a sí mismo, un muestrario de habilidades… mira lo que hace ese actor o esa actriz con el texto… vale, sí, pero ¿qué hace con el público? La dramaturga norteamericana Paula Vogel dijo que el dramaturgo es el autor del guión, el equipo artístico es el autor de la obra y el público del día es el autor de la función específica de ese día. Es una obviedad pero hay que repetirla: el teatro es lo que pasa en el público, lo que le pasa al público, no lo que pasa en el escenario. ¿Cómo no tener, pues, en cuenta al público y cómo no integrarlo en la función del modo que sea?”

 

La obra teatral y su montaje es siempre la misma, es el público el que cambia. Lo mismo ocurre con las canciones. La canción es siempre la misma y, depende de quién, cómo, cuándo y dónde la escuche, la canción es triste o alegre. La dimensión de cada canción es, en definitiva, una cuestión personal. Se puede colectivizar bien, como hace esta pieza, o se puede intentar democratizar hasta convertirla en un todo que no se percibe, en una nada. La música está totalmente presente en nuestro mundo, es constante en la vida de las gentes, pero su trascendencia social pierde terreno debido a esa lacra de lo incidental, la música en las tiendas, la música en los anuncios, la música como herramienta de márketing, las bandas sonoras por doquier, la música como porción de playlist patrocinada. La música está tanto por tantas partes que termina por adormecernos el oído y pasa a ser nada, otro ruido del paisaje.

 

Pero no olvidemos que las canciones son eso que nos ayudó a definirnos cuando empezábamos a tomar conciencia de ser personas, de que hay un yo dentro de mí. Las canciones nos identifican y nos dan un sentido de pertenencia cuando más perdidos estamos. “La música –dice Olga al final de Las tres hermanas– suena tan alegre y animosa como si estuviéramos a punto de descubrir para qué vivimos, para qué padecemos. ¡Si se pudiera saber!” Las canciones son, a veces, lo que nos retiene y nos impide ir a Moscú; a veces son Moscú mismo, ese terreno conquistado sobre el que plantamos una bandera mientras suena nuestra canción favorita, esa que escuchamos una y otra vez hasta desgastarla. Las canciones son la sangre que bombea la memoria. Y en ese ritmo cardiaco, que empieza en el vientre materno, aprendemos a escuchar la vida.

 

Las Canciones. ¿Tú eres más de cantarlas o de escucharlas? en Madrid