Por Pablo Iglesias Simón / @piglesiassimon

 

 

En Lo que más me gusta son los monstruos Emil Ferris nos regala una impresionante novela gráfica en forma de diario íntimo, exquisitamente dibujado en un cuaderno de espiral.

 

Su protagonista y autora en la ficción es Karen Reyes, una niña de diez años que se siente diferente en la multiétnica barriada del Chicago de los años setenta en donde vive. Ella, influenciada por las películas de serie B y cómics de terror, de los que es fan por su hermano y gurú cultural, se ve a sí misma como un monstruo. Esa apariencia freak que se asignará como coraza, para protegerse y, al tiempo, aislarse de las agresiones externas, pasará a convertirse en una vía para aceptarse, descubrirse a sí misma y explorar un mundo incierto y plural. Lo que más me gusta son los monstruos tiene el acierto, además, de combinar esta odisea personal con un exquisito trazo y una trama en forma de thriller, que, a través de la investigación que la niña realizará para intentar desvelar el misterioso asesinato de su vecina del piso de arriba, Anka Silverberg, superviviente del holocausto, nos conducirá por los pasajes más siniestros de un pasado terrible del que pensábamos que lo sabíamos todo.

 

De este modo, esta novela gráfica, que afortunadamente tendrá continuación en un segundo volumen, convierte la monstruosidad en una reivindicación de las identidades no estandarizadas. Frente a una sociedad que en ocasiones nos condena a la uniformidad y a un criterio de normalidad restrictivo, Ferris sitúa la marginalidad en el centro, convirtiendo la diversidad en norma en lugar de excepción.

 

En Ordinary Rob Williams y D’Israeli, dan la vuelta a la tortilla, concediendo superpoderes de la noche a la mañana a toda la humanidad. En este caótico mundo invadido por aprendices de superhéroes, el único ser monstruosamente extraordinario será Michael Fisher, quien mantendrá inexplicablemente su vulgar condición. Perseguido por unas autoridades que buscan desesperadamente la cura a esta epidemia superheroica, el fontanero despojado de poderes tendrá que hacer fuerzas de flaqueza para recuperar a su hijo. De esta forma, los autores dibujan un relato accidentado donde las pequeñas hazañas constituyen los episodios de una épica del ciudadano de a pie.