Tiempos de liquidez, que diría Bauman. El pensar y el sentir cada vez más inasibles. El actor Javier Lara se las ve con su hermana, la Delicuescente Eva, en la tercera parte de la trilogía que ha ido desarrollando en los últimos años, con María Morales y Natalia Huarte en escena con él, y Carlota Gaviño dirigiendo. Una autoficción que va de la poesía a la víscera, de lo onírico a la realidad más presente y transformadora, que veremos en La Abadía a partir del 5 de marzo.

 

Mirarse y exponerse

 

Por Álvaro Vicente / @AlvaroMajer

 

Hacerse mayor no es sinónimo de madurar. Uno puede vislumbrar esa maduración del ser cuando toma consciencia de estar cuestionándose en lo más profundo, pero aún así, ese estado de maduración ideal queda todavía muy lejos. Puede incluso que no llegue nunca. Puede incluso que nos pasemos la vida ahí, en ese inquirir, en ese apartar las ramas superficiales que nos impiden conquistar el centro del bosque. En el bosque principia esta obra, en ningún bosque concreto, sino en el bosque como símbolo, en ese espacio salvaje, indómito, plagado de sensaciones de peligros (¿peligros reales?) y hostilidad contra uno mismo. En el bosque está uno solo con los ciclos naturales, desaparecen los límites que nos sostienen, nada ni nadie nos ofrece contención. El bosque es metáfora, y por eso es poesía, y por eso es sueño, y por eso contiene en sí mismo la trampa, la trampa de vivirlo como un ideal, un reflejo intangible de lo que verdaderamente representa. Lo dibujamos, lo cantamos, lo habitamos poéticamente y eso nos exonera de habitarlo visceralmente, desde la irrefutable realidad del cuerpo. Y ya lo sabemos desde Freud: el alma -el inconsciente- está en el cuerpo. Esta obra principia en el bosque metafórico y se va deslizando hasta el bosque interior, para implosionar desde un cuestionamiento propio. Esta obra es materia prima lo mismo que material de derribo, es fin y principio. Y ahora, trataré de aterrizar toda esta elucubración.

 

 

Lo Propio

Pareciera que los actores están solo para habitar los traumas de los demás, los de los autores, los de los directores, los de la sociedad. Y sí, así lo hacen, tirando mucho de sus propias capacidades vivenciales, de un archivo de sentires. Cuanto más real es lo que un actor representa, cuanto mejor conviven la técnica aprendida y el torno en el que se pone el alma propia para modelarse en virtud de un personaje dado, mejor es un actor o una actriz. Por eso creo firmemente que los actores, como los vinos, son mejores cuanta más vida atesoran. No siempre sucede, y pasa a veces que hay destellos de talento innato en los “menos vividos”. Da igual. Aquí la cuestión es: ¿qué pasa cuando lo que se pone en juego son los traumas propios? Traumas propios así, boca arriba, a las claras, no traumas propios disimulados en argumentos y personajes ajenos. ¿Qué se busca? ¿Qué se pretende? ¿Hacer arte o hacer terapia? ¿O las dos cosas? Ni trauma ni terapia son palabras empleadas aquí de forma peyorativa ni negativizante. Al contrario. El arte que ayuda a la salud del artista, puede ayudar la salud del espectador. Y hasta los artistas más autodestructivos han concitado no pocas catarsis. Javier Lara no es autodestructivo. Quizás lo fue. Ahora más bien parece pretender ser autoconstructivo. Aunque para eso se haya hecho atravesar esos bosques espesos del trauma, que como a todo hijo de vecino, le viene dado por la familia que le ha tocado, por las formas de amar que ha aprendido, por las maneras de relacionarse consigo y con su cuerpo que ha ido implementando y desterrando a medida que pasaban sus años. Y con esta Delicuescente Eva quiere cerrar una trilogía propia -no en vano lleva el título genérico de Lo propio– que empezó con Mi pasado en B y continuó con Scratch.

 

 

La hermandad

Tres obras para tres hermanos. Tres obras que llevan el sello Grumelot, compañía que el propio Javier Lara compone junto a Íñigo Rodríguez-Claro y Carlota Gaviño, sus otros hermanos, los elegidos. Y para esta última pieza del mecano de los hermanos, Lara ha querido contar -empeño decisivo- con dos actrices que representan la voz de su propia hermana Eva, dos actrices con las que siente la confianza ciega que un actor necesita para transitar determinados lugares donde anida el dolor. Ellas son María Morales y Natalia Huarte. Un universo femenino que, sin embargo, no es un pesebre de algodones maternales que puedan hacer blandita y cómoda la posible -incluso deseable- caída. Han de ser un reflejo pétreo que permita la honestidad brutal que un ejercicio de introspección así reclama. La tensión generada es tal que a veces pone en peligro la continuidad de la propia obra, el propio impulso, y eso lanza hacia los espectadores un anzuelo difícil de rechazar. Sin duda, un ejercicio delicado que percutirá los corazones.