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Borja Ortiz de Gondra, de los Gondra de toda la vida

«Tenía que escribir Los Gondra porque hay un dolor, una herida y una pregunta sobre si la ficción nos puede ayudar a vivir»

 

Borja Ortiz de Gondra es el autor de esta trilogía sobre Euskadi que combina realidad y ficción. Las tres obras pueden verse en el Centro Dramático Nacional. Lo que comenzó con Los Gondra (una historia vasca) y siguió con Los otros Gondra (relato vasco) se cierra ahora con Los otros Gondra (relato vasco), el estreno absoluto que podrá verse ahora del 13 de octubre al 21 de noviembre en el Teatro Valle-Inclán. Por este motivo recuperamos la entrevista que nuestro querido Álvaro Vicente le hizo hace un par de temporadas, cuando solo habían aparecido dos de ‘Los Gondras’.

 

Por Álvaro Vicente / @AlvaroMajer

Fotos: Sergio Parra

 

Mientras termino de leer Los otros Gondra en el móvil, absorto y enganchado, a resguardo de la lluvia de un frío día de diciembre, expectante por saber cómo se resuelve el puzle, aparece Borja Ortiz de Gondra camuflado bajo una gabardina, un sombrero negro y una bufanda que le cubre medio rostro. Está nervioso, mira a todas partes con inquietud, con manía persecutoria diría incluso. Dice que en cualquier momento puede aparecer un familiar suyo para pedirle explicaciones, que siempre hay una prima, un tío o un hermano al acecho. Me invita a entrar en un hotelucho del centro para pasar desapercibidos y hacer la entrevista sobre Los otros Gondra (relato vasco), la obra que continúa lo que empezó en Los Gondra (una historia vasca). Con esta segunda tentativa autoficcional sobre la historia de su familia ha ganado el Premio Lope de Vega de textos teatrales, uno de los más prestigiosos de nuestro panorama, y a pesar de que vivirá su estreno en el Teatro Español con un elenco de lujo, Borja no parece satisfecho. Está al borde de la desesperación.

Por supuesto, algunos datos del párrafo anterior son falsos. Otros son reales. Borja está muy lejos de la desesperación. Más bien, vive uno de los momentos más dulces de su carrera y se nota en su gesto sosegado, agradecido y sonriente. Sus familiares no le persiguen, aunque quizás más de una explicación ha tenido que dar. Repite como actor, haciendo de sí mismo -si es que eso deja de hacerse alguna vez- en el montaje que dirige Josep Maria Mestres y que cuenta con Sonsoles Benedicto, Cecilia Solaguren, Jesús Noguero, Lander Otaola y Fenda Drame como protagonistas. Borja y yo mantuvimos una extensa y estimulante conversación sobre la obra, sobre la familia, sobre la autoficción y sobre Sergio Blanco, sobre la tensión entre realidad y ficción, sobre la convivencia con la violencia, sobre ETA, sobre Euskadi, sobre el teatro, sobre la vida, en definitiva. Y no, no fue en un hotelucho, fue en el Reina Victoria, con la fachada del Teatro Español allá enfrente y desayuno mediante… como dos señores.

 

¿Por qué has escrito Los otros Gondra? ¿Tiene que ver más con una pulsión personal, con unas ganas de contar algo, o con que viste un filón para seguir exprimiendo la forma autoficcional?

La obra salió del lugar que tienen que salir realmente todas las obras, de darme cuenta de que no había contado algo que quería contar. Cuando estábamos haciendo Los Gondra, la escena final terminaba con una pregunta: ¿podremos olvidar ahora? Y todas las noches, cuando yo hacía esa escena con Pepa Pedroche, siempre pensaba: aquí empezaría otra obra en la que yo tendría que responder a esa pregunta. Así que nació de un lugar muy orgánico en el que yo, fíjate, trabajando como actor, entendí algo que no había entendido como autor cuando la había escrito: sí, he contado cómo hemos llegado hasta aquí, pero a partir de ahora ¿qué hacemos? De una manera muy natural, terminamos esas funciones y yo empecé a tomar notas sobre qué podría escribir a partir de esto, cómo contestaría a esa pregunta, en ese encuentro entre mi prima y yo, y realmente no lo resolvía, se quedaba abierto. Empecé a indagar en qué podría pasar y cuando ya estaba escribiendo me llamaron –la última cosa que yo hubiera imaginado en mi vida- del Ayuntamiento de Algorta para decirme que me habían concebido un premio a toda mi carrera. Volví a Algorta a recoger ese premio y ahí se removieron muchas cosas sobre por qué yo había escrito Los Gondra, qué derecho tenía yo a contar esto y qué podíamos hacer hoy. Y ahí arrancó el motor, esta sensación que tenemos cuando la obra se empieza a escribir a pesar de ti; solo pensaba en eso, solo me venían diálogos sobre eso, empecé a escuchar las voces, que es una cosa que me pasa siempre, porque yo siempre digo que no escribo, que realmente transcribo, yo escucho estas voces en mi cabeza, en un lugar muy extraño dentro de mí.

 

La autoría teatral como una suerte de esquizofrenia…

Absolutamente.

 

¿Puede ser de algún modo “curativo” dar salida a esas voces interiores?

Sí, y ahora me doy más cuenta todavía ensayándolo. El hecho de que haya un alter ego, que es el escritor, en el escenario, que no soy yo, es una esquizofrenia. Yo veo al personaje en el que yo me convierto y yo trato de ser como él. Yo tuve muy claro desde el principio que no quería escribir mi diario íntimo, no quería hacer autobiografía. Descubrí la autoficción y llegué a ella de una manera muy intuitiva, no es que me sentara una tarde y dijera: ahora voy a hacer autoficción. Y en esta obra me di cuenta de que la manera de ir a la raíz de la herida –y la herida es muy muy profunda- y la manera de ir con sinceridad, era mirarla desde dentro y desde fuera. Esta vez sí que tenía claro que yo tenía que hacerlo, que tenía que estar en el escenario. En la primera, en Los Gondra, la idea era escribir un papel de un escritor que era yo para que lo hiciese un actor, y Josep Maria Mestres, el director, me dio la oportunidad de hacerlo yo y ahí descubrí que había una razón. Y en esta ya sí la escribí pensando: esto lo tengo que hacer yo, más allá de que sea actor o no, lo tengo que hacer yo porque hay un dolor, una herida y una pregunta sobre si la ficción nos puede ayudar a vivir, una pregunta que tengo que hacer yo, yo de verdad en escena. Pero también entendí el hecho de que hubiera un personaje que es mi alter ego, el escritor, que lo empiezo a crear yo, pero según avanza la obra él me empieza a crear a mí, y hay un momento en el que yo me encuentro tratando de ser el que he escrito, y está esa pregunta maravillosa: ¿quién escribió a quién? ¿Yo le escribo a él o él a mí? Al final termino convirtiéndome en un personaje de la obra que yo he creado. Entendí muy pronto que este era el mecanismo para hablar con verdad, desde dentro del dolor, pero al mismo tiempo mirando al dolor desde fuera y haciendo teatro, que para mí era el eje más complejo de esta obra. La obra es una expiación, pero no es una confesión, no soy yo contando lo que pasó de verdad, porque no sé lo que pasó de verdad. Yo trato de hacer teatro con mimbres que pueden ser ciertos o no, pensando que el teatro nos va a ayudar a vivir, y lo que recibo continuamente de mi familia/personajes es que no, que la vida no es la literatura.

 

Borja Ortiz de Gondra, de los Gondra de toda la vida en Madrid
Jesús Noguero, Borja O. de Gondra, Sonsoles Benedicto, Cecilia Solaguren, Fenda Drame y Lander Otaola

 

Bueno, la obra empieza ahí, contigo recogiendo ese premio en Algorta. ¿Fue así como lo cuentas en la obra?

Un escritor siempre es muy mentiroso, ya lo sabes. Hay una cita que tengo cerca desde el primer día, una cita que me regaló Sergio Blanco. Sergio es como un hermano espiritual para mí y hablábamos mucho y yo con esa cita entendí lo que estaba haciendo. Es una cita de Sophie Calle que dice: “Mi arte es una ficción real; no es mi vida, pero tampoco es mentira”. Si tú vas rastreando, si googleas, vas a ver que es verdad que como digo en la función el 25 de mayo de 2017, el Ayuntamiento de Algorta me concedió el Premio Aixe Getxo y yo fui a recogerlo y hubo una ceremonia, está en Internet, puedes ver el discurso que hice en esa ceremonia. A partir de ahí, yo trenzo lo que pasó con lo que pudo pasar, con lo que yo quisiera que pasara y con una versión mejorada que es la que el escritor escribe sobre la realidad. Pero toda la obra está en un lugar de zozobra, porque entiendes que a veces los personajes van por delante. Lo que tú ves es que el escritor pelea por cambiar la realidad, pero al mismo tiempo se la apropia. Yo no quiero decir ni lo diré nunca qué es verdad y qué es mentira.

 

Lo bueno ahí es que tampoco estás obligado, es un territorio amoral, como dice Sergio Blanco.

Citaremos a Sergio muchas veces en esta entrevista, me parece. Sergio es como mi compañero de pin pon, porque nos lanzamos estas preguntas y estas dudas y me hace pensar sobre las cosas que yo escribo intuitivamente, y cuando encontró lo de que la autoficción es un pacto de mentira, a mí se me abrió absolutamente la cabeza. Si tú vas a ver la obra como una autobiografía, es absolutamente frustrante, porque todas estas cosas no pasaron, o no pasaron así, y además al final el escritor introduce la duda más terrible que es plantear si es que alguna vez tuve un hermano y una prima, a lo mejor lo que has visto no es en ningún punto cierto. Pero lo importante es que es cierto en el momento, cuando hacemos teatro es cierto. Y de lo que se trata no es tanto esto como lo que decíamos antes: ¿podemos curar las heridas que nos infringe la realidad a través de la ficción? Y yo quiero creer que sí, pero la obra es una continua batalla por descubrir si sí o no.

 

Todo esto es lo que ocurre en ti como autor de la obra, pero ¿qué pasa en los demás, en las personas ajenas a la obra pero no ajenas a la historia, que se ven ahí directa o indirectamente? En ese caso la ficción está teniendo unas consecuencias no deseadas, como se cuenta en la obra. Sergio Blanco dice que la autoficción no puede ser egoísta, tiene que ser una búsqueda del otro también. En ese tránsito, lo que sucede en el otro, ¿hasta qué punto cambia la ficción y te cambia a ti como parte de la ficción?

Uno de los temas que está bastante presente en la función y se repite es qué derecho tengo yo a hacer ficción contando la vida de alguien que no sea yo, esto que me reprocha siempre mi familia: habla de otros temas, no hables de nosotros. Esto lo hemos hablado mucho Sergio y yo. Sergio dice que él nunca actuaría, siempre que hay un personaje, como vimos hace poco en El bramido de Düsseldorf, que dice llamarse Sergio Blanco y lo hace un actor diciendo soy Sergio Blanco. Yo he encontrado la fórmula contraria: si yo soy yo y me expongo, tengo derecho a hablar de todos los que me rodean, porque yo mismo me he puesto en esa fragilidad. Es verdad que luego los protejo, y esto el público no tiene por qué saberlo, pero hay una serie de claves en las que cuando ellos se ven pueden decir: ah, este no soy yo. La más clara en este sentido es que mi madre está viva, gracias a dios, y con una salud de hierro, mi madre no se ha muerto. Pero al mismo tiempo –y esto a lo mejor es ingenuidad mía, más allá del teatro- yo dialogo así con mi familia, con mi realidad, con el pueblo vasco y con Algorta; a través de la ficción les digo cosas que no podría decir en la realidad y creo que esto nos ayuda. De hecho, el otro día me preguntaron qué es esta obra, y son dos cosas: es una carta de amor al lugar de donde vengo, a la familia de donde vengo, pero también es una carta de amor al poder del teatro. El teatro me vertebra, da sentido a mi vida y tiene un sentido para ayudarnos en la vida. Y mi familia, que ya está curada de espanto, siempre dice que hay que ir a ver mis obras para dialogar conmigo, nos hablamos a través del teatro, y si eso tiene un efecto sanador es maravilloso. Pero eso quizás al público le importa menos.

 

Claro, para el público esto no deja de ser un mecanismo dramatúrgico, que tiene sus consecuencias y sus raíces, y me gustaría igual profundizar un poco en el efecto sanador, porque lo tendrá para ti y para tu familia en un sentido, claro, pero luego puede haber una dimensión social si quieres, porque el público ve la historia de una familia vasca, como muchas familias vascas atravesada por una serie de cuestiones, que tienen que ver con lo personal y con lo político, lo histórico, lo social. Los que no hayan visto Los Gondra y se enfrenten solo a Los otros Gondra, no llegarán al siglo XIX  y quizás no se peguen ese viaje, pero aún así hay algo que sin ser vascos entendemos, que es toda esa historia reciente cruzada por el terrorismo de ETA y por la convivencia alterada. Al final, si ves la obra al margen de los mecanismos dramatúrgicos, es una historia ejemplarizante, un reflejo de un tiempo y un lugar, que más allá de lo que es autoficción o no, implica una posibilidad de entendimiento, de toma de conciencia.

El pánico, pánico atroz, que tenía cuando empecé a ensayar la primera obra, era que quedara como autocomplaciente, alguien que habla de sí mismo, desde su ombligo, que además sale él mismo en escena como autor. Mi idea siempre era: no escribo esto para mí, escribo esto para que a través de mí mucha gente pueda ver en un espejo las cosas que hemos hecho encarnadas en alguien al que parece ser que le pasó de verdad. Había algo que iba más allá del teatro que tenía que ver con lo confesional, sí, pero desde el principio la respuesta del público, de la profesión y de la crítica era: no, no te preocupes, no queda nada narcisista, porque como tú confiesas de entrada que tú lo hiciste mal, a partir de ahí ya puedes criticar a los demás. Creaba mucho conflicto, la gente que me conocía me veía en escena y sabía que era yo, pero el público normal, que es el 90%, no tenía ninguna manera de saber si yo era yo o un actor que hacía de mí y si la obra era 100% verdad o 100% mentira, y de hecho lo hablábamos mucho. Técnicamente si yo me he inventado de la primera palabra a la última y soy un actor actuando de mí, al público no debería importarle, porque está viendo algo que no hay manera de saber si es verdad o mentira. Pero algo se creaba, porque sabían, porque habían leído antes, porque empieza la función y salgo yo diciendo hola, me llamo Borja Ortiz de Gondra y la obra está escrita por un tío que se llama Borja Ortiz de Gondra según el programa de mano… se creaba una sensación -que es lo que produce la autoficción cuando el autor está en escena- de que el público no está viendo solo una obra de teatro; se coloca como en un nivel superior que tiene que ver con lo testimonial, con lo documental, con la verdad. Y eso hacía que la respuesta del público no fuera la respuesta habitual ante un espectáculo teatral, sino una respuesta muy emocional que tenía que ver con que alguien me ha compartido su dolor. Y esto me da mucho pudor decirlo, porque soy muy escéptico sobre las posibilidades que tiene el teatro de cambiar a la gente, soy muy posmoderno y creo muy poco en eso, aunque lo sigo haciendo y lo sigo intentando, pero era muy increíble la cantidad de gente que se me acercaba después de la función porque habían sentido que había pasado algo que iba más allá de lo teatral. Y una cosa que para mí fue desgarradora y me hizo reflexionar mucho, es que me invitó la Universidad Carlos III a dar una charla sobre la obra. Fui con Pepa Pedroche. Son alumnos de un máster teatral, hablábamos de técnicas de escritura de la obra, cómo la habíamos montado, etc. Y en un momento dado uno de los alumnos dijo: quería darte las gracias porque para mí no fue una obra de teatro: yo tengo una historia muy complicada, cuando tenía 10 años nos tuvimos que ir de la noche a la mañana del País Vasco, nunca jamás mis padres me han explicado qué pasó, nos vinimos a vivir a Madrid, mi padre terminó marchándose fuera y nunca he hablado con mi familia de esto, y tengo 25 años. Fui a ver tu obra, me pasé la noche llorando, y al día siguiente llamé a mi madre y hablamos de esto por primera vez. Yo me puse a llorar, porque entendí que de alguna manera, para alguien, eso no había sido teatro, eso había ido a un lugar que es mucho más grande que el teatro.

 

Pero es teatro.

Claro…

 

Es mucho más que una obra de teatro, sí, pero es teatro, la raíz de esa reacción es una obra de teatro. Es el teatro lo que consigue mucho más de lo que suele conseguir el teatro, que es otra manera de formularlo.

Bueno, verás, ahí tenemos una discusión, o un debate, con Josep Maria Mestres. Yo hago estas obras con él porque no las podría hacer con nadie más realmente, tenemos una confianza absoluta, lo que me pida sé que viene de un buen criterio, confío en él, y él no para de decirme que en estas obras hay que andar sobre una línea muy fina, tienen que tener verdad pero al mismo tiempo tienen que ser muy teatrales, porque si no hay una enorme teatralidad, caes en el documento, y esta obra no permite el documento, porque entonces tendríamos que hacer otra cosa, tendríamos que ir a la realidad. Mira, un detalle muy técnico: nunca jamás verás en escena fotos reales, ni de la familia, ni de los lugares; los actores no tratan de imitar a las personas que encarnan, mi alter ego es Jesús Noguero, que es un actor que no se parece absolutamente nada a mí y no intentamos en ningún momento hacer nada para parecernos. Y lo que termino de entender a través de la práctica, es que la autoficción siempre está entre dos polos: por un lado exige un peso de realidad, y que el espectador comprenda que hay algo de verdad que va más allá del teatro, pero al mismo tiempo necesita una enorme teatralidad porque si no, compite con el documental. En cuanto tratas de situarte excesivamente pegado a la realidad, al documento, se cae como teatro. Mestres lo definió el otro día como autoficción cubista, porque está mirado desde lugares muy estallados: donde hay una escena en la que yo de verdad cuento, otra que crees que estás viendo una escena que yo he escrito y no me ha salido, y luego ves una segunda versión de la misma escena… ves otra escena que es una conversación que tengo con mi madre y al final de la escena te enteras de que la madre no quería que la contaras pero la acabas de ver con lo que la he contado… hay otra escena donde no tengo ni idea de lo que pasó y es claramente inventada… hay una escena, que ya es el colmo, donde un personaje dice: escríbeme una escena sobre lo que pudo pasar en la realidad…

 

Además como un ruego muy desde dentro, en un punto muy dolorosa: por favor escribe lo que nos podíamos haber dicho…

Es que esta obra ha sido muy dura de escribir, pero más que emocionalmente, técnicamente, porque yo sabía que quería esa escritura tan estallada, y desde el principio supe que no podían encontrarse mi madre y mi prima. Era una obra imposible en la que todo estaba centrado en el encuentro entre estos dos personajes y no quería que se encontraran nunca, porque me parece que eso es buenismo. La mayoría de obras, novelas o películas que he visto sobre víctimas y victimarios, terminan con un abrazo y no es verdad, eso son finales felices que nos pide la sociedad, que nos pide Hollywood, que nos pide una conciencia que quiere tranquilizar el dolor. Y no es verdad, no es sencillo, la gente no termina abrazándose y se ha terminado todo. La gente tiene unas heridas que se curan más o menos y que mantienen sus fisuras. Y siempre supe que en esta obra no podía venir así. La cuestión es: no puede terminar así, pero algo tenemos que hacer que nos lleve a la reconciliación y a la posible unión. No digo más para no hacer spoiler, pero apareció esa posibilidad de escribir una escena, que es confesadamente escrita, no pasó nunca, y además en una clave extraña que ocurre en un lugar que para mí es obvio, el espectador formado lo entenderá enseguida: ese viaje por el mar a tirar las cenizas en realidad es el viaje por la laguna Estigia, y Borja va remando como una especie de Caronte, y en cuanto atraviesan el río Leteo y van perdiendo la memoria, ya podrán pasar al otro lado. Todo lo que yo escribo tiene de fondo la tragedia griega, y en la tradición cristiana tenemos el perdón, pero en la tradición greco-latina no existía el perdón, existía el olvido: cuando dejes de olvidar podrás empezar de cero al otro lado de la laguna Estigia, y eso es lo que quise construir. Cuando se dicen de verdad las cosas a la cara pueden empezar a olvidar y entonces pueden empezar de cero.

 

Borja Ortiz de Gondra, de los Gondra de toda la vida en Madrid

 

Más allá de todo esto, quiero abordar de alguna manera, pensando en las dos obras, en Los Gondra y Los otros Gondra, el tema de ETA, que está tan presente pero tan de fondo. Y pienso en esto y pienso sobre estos términos de olvido, perdón o silencio, sobre todo el silencio, que es una de las cosas que más me sobrecogen, no siendo de allí, viéndolo de una forma absolutamente ajena. ¿Hasta qué punto sigue siendo un tema difícil, doloroso, peligroso incluso? En estas obras nunca se habla directamente de ello, son pinceladas, pero uno sabe de qué se está hablando, al menos si eres español o española mayor de 30 años, supongo.

Ese tema es mi adn. Yo vengo de ahí. En Los Gondra contaba esa anécdota, que es absolutamente cierta y que ha marcado mi vida: a mí me dijeron una vez, yendo al frontón, que habían matado a alguien, y me di la vuelta, me fui por otra calle, y jugué un partido de pelota. La muerte y la violencia eran mi cotidianidad como adolescente. Yo nací en 1965, es decir, en 1980, que fue el peor año, el más sangriento, yo tenía 15 años, y yo eso lo he vivido siempre, y es una herida que se me va a quedar, primero porque como todos los demás me acostumbré a eso y era lo normal. Había una frase en Los Gondra, que a la gente le hacía mucha gracia, pero era una broma terrible y que yo oía todos los días en mi casa: aquí llueve mucho y explotan bombas. Era lo cotidiano. Y esa convivencia con la violencia y con la muerte como adolescente ha marcado mi manera de mirar el mundo y el escritor que soy.

Pero al mismo tiempo, a partir de ahí he vivido casi toda mi vida fuera del País Vasco, y he vivido muchos años en Francia y en Estados Unidos, y me he encontrado con colombianos, con argentinos y con serbios que hablaban de lo mismo, que les había pasado lo mismo que a mí, que hablaban igual que yo, y eso me hizo entender que estos temas que son universales, como funcionan bien es encarnándolos en el lugar de donde tu vienes. Esa frase maravillosa: escribiendo de tu pueblo, escribes el mundo. Entonces, cuando yo abordo esta obra, claro que está situada en un sitio concreto que existe, que es Algorta, y en un frontón que existe, y los de Algorta sabrán lo que pasó. Pero yo creo que la manera de contar el dolor del mundo y que esta obra se entienda por quien no sabe nada de lo que pasó, es precisamente no hacer el documento. En la obra nunca se dice ni quién enviaba las cartas, ni qué decían las cartas, ni cuál era la organización, qué ponía exactamente en la pintada… porque creo que eso nos llevaría a un lugar documental, y porque hay algo que me da un inmenso pudor y un inmenso respeto y es que hay víctimas del terrorismo que pueden hablar en primera persona, porque realmente sufrieron el terrorismo en sus carnes. Yo no puedo hablar en primera persona, a mí no me ha pasado nada, pero sí puedo ser muy solidario y entender mucho lo que pasó y ponerme en el lugar de lo que pasó. Hay un equilibrio muy difícil, está muy encarnado en un contexto muy concreto, está muy por debajo lo que pasó en ese lugar del mundo, y quien lo vivió y quien lo sabe reconoce todo eso. Pero al mismo tiempo, lo que quiero hacer es teatro y quiero tocar algo mucho más universal, que se pueda reconocer cualquiera y que hable de cómo podemos cerrar esas heridas.

Para mí fue una enorme sorpresa, pero al mes la obra se tradujo y se publicó en inglés, a los seis meses en francés, ahora se está haciendo la traducción italiana, hay una posibilidad de que se haga en húngaro… aunque no sepan el concreto, se entiende, porque en todas partes del mundo hay violencia. Había una opción que es política, y que en muchos ambientes no gustó nada, y que yo decidí. Decidí que la violencia es intrafamiliar, es decir, aquí no venía nadie de fuera a explotarnos ni a invadirnos, simplemente unos Gondra hacían unas cosas a otros Gondra. Eso puede tener una lectura política muy poco apreciada en ciertos ambientes, porque viene a contar que la culpa es interna, que no nos tuvimos que defender contra nadie. Esto creo que es lo que hace que la obra sea reconocible en muchos lugares del mundo donde ha habido otros conflictos. El enemigo es interior. Me han llegado a decir que esta obra refleja lo que pasó en los Balcanes. Cuando tienes la voluntad de no hacer un documento, tocas algo universal, y al mismo tiempo, no deja de ser súper reconocible, porque a la gente que sepa lo que pasó, puede ponerle cara y nombre a todo lo que cuento, pero yo no, creo que mi misión es dejarlo en esa ambigüedad en la que se puede entender.

La obra se llama Los otros Gondra (relato vasco), entre paréntesis. Ese paréntesis no es banal, ni casual. Los vascos estamos ahora mismo inmersos en lo que se llama la batalla del relato, cómo vamos a contar lo que pasó y qué vamos a contar. Lo ves continuamente. Hace unos meses ha habido una polémica sobre una unidad didáctica que quiere hacer el gobierno vasco sobre cómo fueron los años del terrorismo. Yo pienso algo que puede ser muy radical pero creo que es absolutamente cierto: no es el trabajo de los historiadores el que nos va a ayudar a vivir. Los historiadores pondrán claridad en lo que pasó, pero lo que nos va a ayudar a vivir y a superar ese pasado es la ficción, y por eso Patria ha sido un enorme éxito, el libro de El comensal de Gabriela Ybarra, algunos libros de Kirmen Uribe… lo que vemos es que estamos necesitados de ficción que nos explique no qué pasó, sino qué nos pasó. Un historiador no puede contar el mecanismo emocional que ha llevado a hacer ciertas cosas o a perdonarlas, pero la ficción sí, y en ese sentido creo que leer Patria es mucho más sanador que tres tomos de Historia. Y al mismo tiempo los historiadores tienen que hacer su trabajo, desde luego.

 

Vale. Escuchándote no puedo evitar que me salte una especie de alarma, porque confiar a la ficción la ‘sanación’ de un conflicto histórico-político, puede ser peligroso según quién escriba la ficción y según quién tenga la titularidad de los medios de difusión y del poder de decir esto sí, esto no. La ficción tiene un gran poder y entra en juego la emoción claramente, sobre todo cuando se trata de procesos históricos dolorosos donde la violencia tiene un papel preponderante. Lo emocional entra clarísimamente en la ecuación y claro, la Historia quizás nos salvaguarda, como ciencia nos puede al menos dar una versión más aséptica de los hechos, por decirlo así, para que tengamos claro cuáles son los hechos, sin ningún tipo de implicación emocional o pasional que altere un punto la comprensión de lo que ha sucedido y de lo que está por llegar después. Los Gondra, Patria, o este tipo de libros de los que hablas, ¿qué influencia pueden ejercer a futuro?

Yo siento que los historiadores tienen que precisar los datos, pero la ficción lo que hace es entrar en el corazón de la gente para entender lo que pasó, pero también para empatizar hacia futuro, es decir, a los críos de 15 años todo esto les es tan lejano como para mí era la Guerra Civil. Es muy necesario que sepan exactamente lo que pasó y que esos datos sean objetivos, pero la única manera de que entiendan que eso no se puede repetir es entrando en el corazón de lo que pasó y entendiendo emocionalmente. Los datos fríos no sirven, no nos mueven, tres muertos o 300.000 es una cifra, pero si tú te lees las 800 páginas de Patria y haces ese recorrido emocional, puedes entender el dolor de esa gente, que creo que es lo que nos pasa, somos un pueblo ensimismado, incapaz de empatizar con el dolor del otro, porque nos hemos bloqueado emocionalmente. Mataban a alguien a tu lado y tú seguías andando, porque no era problema tuyo. ¿Cómo hacer sentir a alguien que eso te tenía que haber dolido? Que te digan el dato de quién murió, cuántos murieron, cómo fue, es información. Si yo entiendo el dolor del otro, solamente va a ser por algo que me mueva, y por eso creo que la ficción nos puede ayudar.

Pero también toda esta obra, Los otros Gondra, gira en torno a los dos polos, a uno que dice hay que pasar la página ya porque esto ya es agua pasada y no volvamos atrás, y otro que dice: no, no, la página no se va a pasar nunca porque a mí nadie me ha pedido perdón y nos tenemos que quedar aquí parados. Lo que propone la obra no es pasar o no pasar la página, sino leerla, y hay que leerla con todas sus consecuencias, hasta el final, pero una sola vez. Y una vez que la hayamos leído, una vez que sepamos de verdad, hay que olvidar. Eso es un punto medio que es muy difícil pero que creo que es el único sanador, es saber lo que pasó pero tampoco engancharnos en eso. Y esto tiene que ver con el final de la Orestiada, cuando por fin las Erinias se convierten en las Euménides, baja la diosa Atenea y dice: sí, hay una parte de la culpa que quedará sin castigo, pero solo así podremos avanzar hacia delante. Y eso es la justicia: no se puede reparar el 100% del daño, la persona dañada tiene que tener la generosidad de dar un paso adelante y dejar que una parte del daño quede sin castigo, pero ¿cómo puede permitir eso? Cuando quien ha dañado reconoce lo que hizo. Esa tensión es imposible, es muy difícil de vivir en la realidad y ahí está el teatro, ahí está la Orestiada desde el siglo VI antes de Cristo y aquí seguimos enganchados en eso. Y eso es el teatro.

 

Me estaba acordando de lo que dice Sergio Blanco también sobre la autoficción como acto político, como acto de resistencia. Últimamente tengo la sensación de que la ficción entra muy de lleno -y lo mismo siempre estuvo, no lo sé- ya no solo en el relato vasco, sino en cualquier relato, en el relato de la Humanidad. Ahora mismo hay una tensión entre realidad y ficción, entre verdad y mentira en el periodismo, en la política… en la política también ha entrado a saco lo pasional, lo emocional, todo el tiempo se están tirando trastos a la cabeza con los medios de comunicación como aliados, como gasolina para el incendio, apelando a la víscera, a las pulsiones, porque hay una suerte de identificación rápida que al final deja a un lado la verdadera razón de ser de la política. Esto ya ha entrado en la Historia, hay un presidente de Estados Unidos que ha llegado a ese puesto a base de mentiras.

Claramente es un signo de los tiempos y la espectacularización de la vida cotidiana, desde la política hasta la vida real, tiene que ver con esta posmodernidad de exaltación del yo, de exaltación de lo emocional, de convertirnos en ficciones de nosotros mismos. Mi reacción, que tal vez sea muy ingenua, es que lo que hacemos nosotros, el teatro, es donde tenemos que incidir para que el espectador sea capaz de entender que la espectacularidad pertenece a lo teatral y distinguirlo de la vida real. Esa frase maravillosa de Borges, cuando habla del Quijote: “¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”. Y estas obras de autoficción, lo que hacen es empujar al espectador a sentir que si las fronteras entre la realidad y la ficción son muy borrosas en el teatro, desconfía, porque en la vida también, y a lo mejor esa verdad que te están vendiendo los políticos o tu pareja, es una autoficción que te están vendiendo. Los argentinos dicen una cosa que me hace mucha gracia: la autoficción te mueve el piso, te pone en guardia para saber que la verdad y la mentira no son categorías estancas, pueden convivir, y si conviven en el teatro, a lo mejor conviven en la vida. La autoficción no es un escapismo, al contrario, es una llamada de atención que te hace ver que todo puede espectacularizarse, todo puede ficcionalizarse, y a lo mejor esto lo que te hace como espectador es que estés mucho más alerta, ser más consciente de que a lo mejor en el parlamento están haciendo teatro, pero teatro del malo.

 

El único modo de distinguir es cultivar una conciencia crítica, algo que te haga discernir, que creo que es el gran reto de la educación ahora mismo, conseguir que la gente tenga un poder de decisión, de discernir, de separar la paja del heno.

Cuando tú te sientas a ver una obra que es claramente ficcional, no te conflictúa porque son actores haciendo una historia que es mentira, y hay una distancia, dices esto es teatro, y de hecho cuando alguien dice en la calle: ese está haciendo teatro, lo que quieren decir es que está mintiendo. Pero si tú te sientas y ves algo que te pone en alerta… Cuando ves autoficción no te puedes relajar en la butaca, estás viendo algo que puede que sea verdad y te crea una alerta como espectador, en este pacto de la mentira, que creo que luego se te queda en la vida. Yo no soy actor ni pretendo serlo, pero sí que he sentido mucho cuando estoy frente al público algo que me decían los actores y yo lo he sentido físicamente, hay una escucha distinta, si tú sales a escena y eres Hamlet, hay una escucha, algo que se posa, el público está claramente ante una obra de ficción. Si tú sales y dices, hola, yo soy yo… hay algo extraño, se crea un silencio con otra calidad, que tiene que ver con que alguien me va a decir su verdad. Cuando luego ves que esta persona podría estar mintiendo o no, se activa inmediatamente ese mecanismo del espectador, y lo que he sentido en los ensayos es que aquí se producirá mucho más. Esta obra continuamente te está diciendo: cuidado, lo que estás viendo puede ser verdad o mentira, se lo ha inventado el actor, o el director, o el autor… ¿esto está escrito? ¿Qué es esto? Esa imposibilidad de acomodarte crea una escucha activa, que a lo mejor es ingenuo, pero espero que salgan llevándosela para la vida.

 

En tu trayectoria como dramaturgo, en este momento, ¿la autoficción es una forma más de escribir una obra o se ha convertido en parte clara de tu propia poética? ¿Ha venido para quedarse, para impregnar tus obras en adelante o no sabes qué pasará en la próxima obra?

Te daré una exclusiva de la que me arrepentiré. Yo no me quiero cerrar ningún camino. Entré en la autoficción cuando pensé -sin saber que se llamaba autoficción- que tenía que contar esto de esta manera, y luego vino Sergio Blanco y le puso esta etiqueta, y entendí lo que estaba haciendo. Yo soy un escritor que se mueve por la necesidad de contar, no soy técnico, no sabría escribir una obra si no me mueve algo. No sé lo que haré dentro de 10 o 15 años, a lo mejor estoy en Benidorm jubilado. Pero sí que sé que si sigo escribiendo estas obras, tendrá que estar la autoficción. Y me da miedo contarlo mucho, pero en estos ensayos estoy descubriendo algo que puede ser el germen de una tercera obra, que no sé si conformaría una trilogía, pero bueno, por lo menos cerraría algo de todo este universo de los Gondra. Y si lo llego a escribir, porque es algo todavía muy embrionario, evidentemente será autoficción, y me tengo que atrever a hacer una cosa que no sé si me atreveré a hacerla, que es ya la vuelta de tuerca más grande a la autoficción.

Yo siempre he pensado que las obras se van escribiendo a sí mismas y la obra me va descubriendo su mecanismo de escritura. Soy un escritor muy caótico que va descubriendo la obra mientras la obra se va haciendo, y la obra te va dictando su propia construcción. No tengo planes, me muevo por necesidades emocionales y viscerales. Si siento que esta obra que estoy intuyendo ya, crece en mí y necesita ser contada y las voces me hablan, pues la escribiré y desde luego está claro que será autoficción. Pero lo mismo las voces me cuentan otro tipo de historia, las escucharé igualmente. Es algo que me sorprende mucho cuando la gente habla de la carrera, lo que has hecho en tu carrera, hacia dónde va tu carrera… y yo siempre he tenido la sensación de que yo no tengo ningún plan, no sé a dónde voy ni de dónde vengo, tengo pánico atroz a la página en blanco, me muero pensando ¿y si nunca escribo nada más? De hecho ese miedo está en la función, y Jesús Noguero, que es un actor maravilloso, tiene esta frase cuando la madre le dice: de qué ibas a escribir tú si yo perdono a tu prima. Y Jesús dice: es que a lo mejor no vuelvo a escribir nunca nada más. Y hay un dolor que tiene que ver con la verdad. ¿Y si se me han acabado las historias, y si me he quedado seco, y si no tengo nada más que decir? No lo sé…

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